La catedral de la creación

El tiempo de verano –y sobre todo en vacaciones— nos atrae especialmente para disfrutar de la naturaleza. Vamos tan rápido por la vida que apenas nos detenemos a contemplar la belleza ni vemos a Dios escondido en las cosas pequeñas del día. Jesús en su vida sabía mirar a los hombres heridos, pero también contemplaba el cielo, el lago, el campo, el mar. Jesús veía al Padre en la belleza de las cosas creadas, admirando cómo viste a los lirios, cómo alimenta a los pájaros (Cf. Mt 6, 28). Podemos tomarlo como una invitación a mirar mejor la vida y la belleza de la creación. De ella se eleva un canto que alaba al Creador, si estamos atentos a la presencia de Dios en el mundo natural.

El hombre, cuando mira la naturaleza, toma conciencia de que él es la única criatura capaz de reconocer la belleza que encierra la obra divina. “Lo invisible de Dios se hace visible a través de la creación del mundo”, dice San Pablo. Para los discípulos de Cristo, en particular, esa experiencia luminosa refuerza la conciencia de que «todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe» (Jn 1, 3). La creación no es fruto de una ciega casualidad, sino de un plan amoroso que Dios tiene para sus hijos. La creación no es algo que pasó en un pasado muy lejano, sino que está pasando en nuestra existencia y describe una relación para todas las cosas y para todos nosotros, puesto que no somos fuente de nuestra propia vida. Dios también a mí me da la vida gratis, como a los lirios, como a los pájaros, por lo que soy, no por lo que hago, no según lo haga.

Hemos de agradecer a Dios el magnífico don de la creación, pero también comprometernos a custodiarlo y preservarlo por el bien de las generaciones futuras. El Papa Francisco hace una llamada urgente en su magisterio a la responsabilidad de cuidar de la naturaleza frente a los desafíos económicos y los cambios climáticos, y considera que defender la dignidad de la naturaleza pone las bases para defender la dignidad del ser humano, pues somos creaturas. Hay que hacer silencio y contemplar la belleza de la creación, y sobre todo la creación de nosotros mismos, pues somos el culmen de ella, algo que nos da una gran responsabilidad. Tenemos un jardín –como enseña el libro del Génesis— y somos sus responsables; tomamos flores y frutos, pero otros seguirán después nuestra labor. Los cristianos encontramos al Creador en la creación, y un regalo de su amor en la naturaleza, algo que tenemos que pasar a quienes nos seguirán. Debemos protegerla porque es un bien a nuestro servicio y disfrute como usufructo, pero también para el prójimo del futuro. “Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá”, decía el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si.

No hay que olvidar que «la dignidad y la prosperidad humanas están profundamente vinculadas al cuidado de toda la creación» (Carta de Francisco al Patriarca Bartolomé). No es posible hacer de ella una posesión privada a explotar, más que un bien común a compartir y cuidar. «Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (Carta enc. Laudato si, 217). También el amor a la creación hace de la Iglesia experta en humanidad.

Igual que Jesús tenía lugares preferidos para retirarse a orar, busquemos los nuestros. La contemplación de las maravillas de la creación encenderá en nuestro corazón el don de la oración que es la fuerza principal de la esperanza. Volvamos este verano a rezar en la gran catedral de la creación, disfrutando del «grandioso coro cósmico» –como decía San Juan Pablo II— de innumerables criaturas que cantan alabanzas a Dios. Unámonos en el canto de san Francisco de Asís: «Loado seas, mi Señor, por todas tus criaturas» (Cántico de las criaturas) y al canto del salmista: «Que todos los seres vivientes alaben al Señor» (Sal 150, 6).

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