Estamos en la semana del Corpus, y digo semana porque en muchos lugares se celebra
el Corpus en jueves, como corresponde, y en el calendario oficial la fiesta del Corpus se
celebra el domingo siguiente. Y a lo largo de la semana en todas partes acentuamos la
belleza y la grandeza de este santísimo Sacramento.
Se trata de un precioso invento de Jesús, Dios verdadero y hombre verdadero. Ha
conseguido hacerse contemporáneo nuestro –y de todos los hombres de todos los
tiempos, en todos los lugares de la tierra- a través de este sacramento tan sencillo y tan
sublime. “Tomad, comed, esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”, y el pan se convierte
en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre. Jesús está en medio de nosotros, a partir
de ese momento de la consagración en la Santa Misa, y viene para quedarse. Es
imprescindible un sacerdote ordenado para que se realice este gran milagro de la
Eucaristía.
No lo vemos, pero está aquí, cerca de nosotros, junto a nosotros para que podamos
sentir de cerca su compañía y recibir el influjo de su Espíritu Santo, que de la Eucaristía
fluye continuamente. Ha crecido exponencialmente la práctica de la adoración
eucarística en adultos y en jóvenes, en niños y en ancianos. Es un dato muy positivo,
después de una crisis de fe en la Eucaristía, que nos ha tenido alejados de ella. Se
multiplican las capillas de adoración permanente, las horas santas ante el Santísimo, las
visitas a Jesús en el sagrario, las noches de adoración para jóvenes, los adoremus.
Muchos jóvenes constatan que ha sido esa cercanía viva de Jesús la que va cambiando
sus vidas. En torno a la primera comunión se multiplican las experiencias de adoración
con Jesús en el sagrario. Dios está aquí, venid a adorarlo.
Y Jesús viene hasta nosotros para perpetuar su ofrenda sacrificial, provocando nuestra
propia ofrenda, la ofrenda de nuestra vida unida a la suya. La vida cristiana se resume
en esa ofrenda permanente de nuestra propia vida al Padre, unidos a Jesucristo, movidos
por el Espíritu Santo. Cada día ofrecemos nuestros trabajos, nuestras obras, nuestros
sufrimientos, nuestra vida entera. Y eso es posible uniéndonos a la celebración
eucarística y acudiendo a la oración en la presencia eucarística. Nuestra vida vale muy
poco, y se nos va como el agua en un cesto, pasa como un suspiro. Sin embargo,
ofrecida cada día con Jesucristo, adquiere un valor casi infinito, un valor eterno,
completa en nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su cuerpo que es
la Iglesia. La Eucaristía es una provocación permanente a hacer de nuestra vida una
ofrenda a Dios para el servicio de los demás.
En la Eucaristía comemos todos del mismo pan, que nos va haciendo uno en el amor. El
aglutinante de esa unión es el Espíritu Santo y el alimento continuo es la carne y la
sangre de Cristo, traída hasta nosotros por la celebración eucarística. Al comer el cuerpo
de Cristo nos viene a la mente el mandato del amor fraterno: “Amaos los unos a los
otros como yo os he amado, en esto conocerán que sois mis discípulos”. La seña de
identidad de un cristiano es el amor fraterno, que brota de comer la carne de Cristo.
Comiendo esta carne, el Espíritu Santo nos lleva a tocar la carne herida de su cuerpo
místico, es decir, nos lleva a acercarnos a los que sufren por cualquier causa para
llevarles el consuelo de Cristo, muerto y resucitado. Nos lleva a compartir su suerte,
como hace Jesús con nosotros.
“Tú tienes mucho que ver. Somos oportunidad. Somos esperanza”, nos dice el cartel de
Cáritas este año. Cada persona cuenta, la persona es lo primero. Nuestra caridad puede
abrir puertas de esperanza a muchos que carecen de ella. Abre tu corazón y tu bolsillo a
la campaña de Cáritas en estos días, y durante todo el año. Serás tú el primer
beneficiado.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba