«El seminario es una locura pero una bendita locura. Lo principal de esta vida es la configuración con Cristo Buen Pastor y es el vértice hacia donde converge toda la formación (académica, humana y espiritual). Siempre digo que el corazón del seminario es nuestra capilla donde celebramos la Santa Misa diaria y la oración personal y comunitaria. También vivimos una intensa vida pastoral en parroquias y en distintas realidades de nuestra diócesis, nuestra Iglesia local a la que amamos».
Alejandro López, seminarista de tercer curso del Seminario diocesano de San Bartolomé, tiene 28 años y tres de ellos los ha pasado emprendiendo «el camino de santidad al sacerdocio».
Explica que nunca ha entendido esta vocación como «un querer personal, no es cuestión de que yo quiera o no quiera ser cura, sino que, como he dicho antes, el lugar donde el señor me llama a la santidad es en el servicio y entrega total a la Iglesia, a su pueblo y por ende en plena disponibilidad a Él en el sacerdocio secular».
Discernimiento Vocacional
Yo entro ya en el seminario con 25 años después de haber estudiado fotografía y haber desarrollado mi carrera profesional, en la que me sentía realizado, estaba alcanzando o había alcanzado todas las metas que me proponía y en cierto modo era feliz. Los caminos del Señor también me habían llevado a trabajar durante un par de años en la diócesis de Jaén en un proceso de canonización de 130 mártires de la guerra civil española de aquella tierra que me acogió con los brazos abiertos; quizás en ese momento yo no era consciente de que Cristo me iba moldeando para darme la “estocá” definitiva -valga el símil taurino- para pedirme que me entregase a Él en cuerpo y alma y dejase atrás todo lo que yo había construido para construir lo que Él quería.
Llegó un momento, precioso momento, en el que después de años dándole vueltas a la cosa, y de cierta manera apartar esta llamada de mí, decidí abandonarme totalmente en sus manos, abandonarme a su voluntad, y como dijo S. Ignacio de Loyola decirle: “Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad”; poniéndome a las plantas del Santísimo
Sacramento y de mi virgen del Rocío y decirle con el corazón abierto que hiciera conmigo lo que quisiera. Y aseguro que ha sido uno de los momentos de mayor tranquilidad y felicidad de mi vida.
¿Cómo ha cambiado su vida?
Un cambio radical, pero un cambio por el que el Señor ha derramado sobre mí una catarata de felicidad y gracias. Yo antes podría decir que era una persona “independiente” -y lo digo entrecomillado porque después fui consciente que dependía en todo de Dios-. No voy a mentir diciendo que es un camino sin dificultades, como todos los caminos del Señor, con un régimen de vida distinto al que yo venía desarrollando en mi día a día, y en el que pasaba a vivir en una comunidad, con unos superiores y un día bastante estructurado.
Su familia y amigos
Aún a día de hoy recuerdo con una sonrisa sus caras y reacciones. Era una cosa con la que llevaba meses en la cabeza pensando cómo se tomarían la noticia. Vengo de una familia católica y he sido educado en la fe pero tampoco es una familia de intensa vida de fe y oración. Sus reacciones fueron de lo más naturales y sin ningún drama y tanto familia como amigos prácticamente coincidieron en “si tú eres feliz, nosotros somos felices”. Tengo la enorme suerte y el enorme regalo de Dios de tener una familia donde impera el amor, la libertad y el respeto, pero sobre todo nos amamos y a pesar de las dificultades somos una auténtica piña. Y esto mismo podría extrapolarlo a mis amigos porque aunque sin la misma sangre son mi familia.
Nunca nadie me ha mostrado rechazo (y no porque sólo me mueva en un ambiente católico precisamente), tampoco amigos ateos o de otras confesiones. Sí me he dado cuenta que mucha gente no entiende este camino como una consagración, una entrega total a Cristo y a su Iglesia sino como una profesión u opción laboral, con la nefasta consecuencia de la concepción del sacerdote como un mero funcionario de la Iglesia y no voy a mentir diciendo que esto no resulte doloroso y que sea algo en lo que reflexionar.
Su oración diaria
Parto de la premisa de ser un aprendiz en el diálogo interior con el Señor en la oración. La iglesia me pone delante a través del rezo litúrgico de las horas divinas, del evangelio diario y de la profundización en la Sagrada Escritura una amplia mesa repleta de exquisitos manjares espirituales. Es imprescindible y fundamental para mí el trato íntimo y de profunda amistad con la persona de Jesús. Cristo es para mí ese amigo con el que me desahogo, al que le cuento mi día, mis problemas y alegrías, dificultades y facilidades, al que le pido muchas cosas y agradezco todos los dones que su infinito amor me da de manera gratuita. Y como toda relación entre dos personas hay que cuidarla, valorarla y mimarla pasando tiempos juntos en la capilla, en el silencio de mi habitación y ofreciéndole cada obra de mi día a día (estudios, laborales pastorales, obligaciones, relaciones, etc.) Él me habla -y a veces de manera muy clara- a través de la Palabra, de mis superiores, hermanos seminaristas, amigos y demás personas, así como, en los acontecimientos de mi vida y en mi conciencia.
Me va guiando aún cuando no soy verdaderamente consciente de ello. Intento estar siempre abierto a lo que me va diciendo mediante la vivencia de los sacramentos de la Eucaristía y Reconciliación, fundamentales para que mi corazón de piedra (con sus miserias, pasiones, flaquezas y debilidades, tentaciones, pecados) se convierta por su gracia en un corazón de carne que lata al mismo compás que el de Jesús.