Ha llegado el Tiempo de Adviento, tan importante y solemne, que, como dice el Espíritu Santo, es tiempo favorable, día de la salvación (Cf. 2 Cor 6, 2), de la paz y de la reconciliación. Es el tiempo que desearon ardientemente los patriarcas y profetas y que fue objeto de tantos suspiros y anhelos; el tiempo que Simeón vio lleno de alegría, y que la Iglesia celebra solemnemente. También nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al Padre eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado.
La Iglesia celebra cada año el misterio de este amor tan grande hacia nosotros, exhortándonos a tenerlo siempre presente. A la vez nos enseña que la venida de Cristo no sólo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa, y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que Él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos.
Es importante distinguir el Adviento de la Navidad. El Adviento, aunque a veces no lo parezca, no es Navidad. Los comercios no lo distinguen porque en realidad no celebran nada, pero nosotros sí; primero tenemos que prepararnos para celebrar después un hecho que cambió el mundo y nuestras propias vidas: la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios. Por eso, la invitación fundamental del Adviento es a estar en vela, a orar, a despertar del sueño de la muerte y avivar el deseo de recibir a Cristo. Velar nos hace ver el valor del tiempo, cómo aprovechamos el tiempo, para qué o para quién vivimos.
El Adviento nos recuerda a los creyentes que ser cristiano es entrar en un proceso de transformación. Nuestra historia es la historia de un encuentro. Lo vivimos así a través de la Iglesia, con la Palabra de Dios y los Evangelios, llenos de historia ininterrumpida y teología coherente. También en la liturgia, que nos habla al corazón; luego, progresivamente, llegamos a comprender la maravillosa herencia de los santos, y el compromiso generoso y esforzado de nuestras comunidades.
La Iglesia desea vivamente hacernos comprender que, así como Cristo vino una vez al mundo en la carne, de la misma manera está dispuesto a volver en cualquier momento, para habitar espiritualmente en nuestra alma con la abundancia de su gracia, si nosotros, por nuestra parte, quitamos todo obstáculo.
Por eso, durante este tiempo, la Iglesia, como madre tierna y celosa de nuestra salvación, nos enseña, a través de himnos, cánticos y otras palabras inspiradas, y de diversos ritos, a recibir con un corazón agradecido este beneficio tan grande, a enriquecernos con su fruto y a prepararnos interiormente para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta solicitud como si hubiera Él de venir nuevamente al mundo. Así nos lo enseñaron los patriarcas del Antiguo Testamento con sus palabras y ejemplos que recordaremos estos días. El Padre, por su inmenso amor hacia nosotros, pecadores, nos envió a su Hijo único, para librarnos de la tiranía y del poder del pecado, invitarnos al Cielo e introducirnos en lo más profundo de los misterios de su Reino, manifestarnos la verdad, enseñarnos a vivir santamente, comunicarnos el germen de las virtudes, enriquecernos con los tesoros de su gracia y hacernos sus hijos adoptivos, herederos de la vida eterna.
“Ahora es tiempo de gracia, ahora es tiempo de salvación” (2 Cor 6, 2). Cada Adviento es un privilegio, porque es un tiempo de condescendencia divina para con nosotros. Dejemos que la gracia de Dios entre en nosotros y nos prepare para acoger mejor al Señor. Que sea también como un despertador que nos saque de sueños ilusos y, desde nuestros límites, nos haga aspirar a las riquezas ilimitadas que nos trae Dios. Que nos demos cuenta de cuántas cosas ya no necesitamos, para hacer más liviana y generosa la vida.
Recordemos que el Adviento es el tiempo de la Virgen por excelencia porque es el tiempo de la espera del Mesías. Esperemos, pues, junto con Nuestra Señora, que, al estar embarazada, esperaba su nacimiento, pero sobre todo con la fe, en escucha y oración. María también nos recuerda que es imprescindible la ternura y la mansedumbre para recibir la misericordia de Dios. Digamos con ella “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).
No dejéis de preparar en casa el belén, y, ya desde ahora, el Calendario de Adviento, que nos facilita crecer cada día y avanzar. Si crece nuestra esperanza experimentaremos una inmensa alegría.
+Rafael Zornoza
Obispo de Cádiz y Ceuta