En medio de un mundo que, cada vez más, se obstina en creer solamente en lo que se puede ver, medir y tocar, en lo que es eficaz y surte o efectos inmediatos, en lo que se puede verificar racionalmente, las dimensiones profundas de la vida parecen diluirse y reducirse a su más superficial o simplemente expresión teórica. Así ocurre con el amor, la libertad, la gratitud, la felicidad.
Pero la represión continuada y sistemática de la dimensión más profunda del hombre es, a la larga todavía más perniciosa que otras represiones: la persona se queda como hueca o vacía y cuando se presentan circunstancias y acontecimientos singularmente traumáticos, el problema que se le presenta es la limitación de su vida y sobre todo la ausencia de su significado y sentido. La desorientación se apodera de su ser y y la oscuridad hipoteca cualquier salida. El horror vacui se hace presente.
Pero la persona humana dotada de un alma espiritual e inmortal es la única criatura de la tierra a la que Dios ha amado por sí misma. Desde su concepción está destinada a las bienaventuranzas eternas. El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios ni cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que ni cesa de buscar.
Y es que toda persona participa de la luz y la fuerza del espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y el amor. En virtud de su alma y sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, “signo evidente de la imagen divina”. y aunque el hombre fue hecho de la nada, ni proviene de la nada o de nadie, sino que es creado por Aquel que ES. Es decir, en cuanto creador del hombre, Dios está en el hombre. Y es precisamente esa huella o imagen la que mueve a desear la felicidad. Y es también esa huella, recuerdo o imagen en la memoria la que el inspira la conciencia de su propia inmortalidad. En efecto, “yo ni sería, ni existiría en absoluto, si Tú no estuvieras en mí” (Conf.,1.2.2) La paz, la felicidad duradera, la conciencia de la inmortalidad implica un retorno su punto de Origen, un encuentro con su Creador. Pero este retornar a Dios es, primariamente, un gradual retorno a sí mismo; “pues si desea más y más ser, te irás aproximando a lo que es en el más alto grado”.
Ante situaciones de tribulaciones y oscuridades, que por más que Dios no las ame por sí misma, es cuando, perdidos los caminos, el hombre busca a Dios, y de manera inmediata recibe respuesta, porque no existe plegaria que no sea escuchada y atendida…a manera divina, y se hace presente en su corazón el deseo de Dios que es su origen y meta. Y se inicia la búsqueda de Dios. “Buscar a Dios, no es perseguir un deseo nacido de nuestras carencias sino ir tras un rostro que nos ha fascinado y sin cuya contemplación, el alma no puede vivir, por eso, buscar su faz es la expresión permanente para demostrar que Él es alguien con semblante y mirada, con ojos que identifican, desvelan, enclavan y retan. Búsqueda que no cesa y encuentro que no cansa, porque la relación e intimidad con él es permanente, innovadora de vida y acrecentadora de gozo. No es una fantasía, ni una mera utopía el impulso que nos lleva a buscar a Dios y a desear encontrarlo. Responde a una necesidad honda grabada de forma indeleble en el corazón de toda persona, sea hombre o mujer, cuando nos dejamos llevar por el amor que procede de Dios y que ha dejado impreso en todo corazón humano. Sólo Él es la respuesta que no puede defraudar jamás y la calma gozosa de nuestras expectativas y esperanzas. Buscar a Dios, para descansar en su posesión, es la tarea más sublime y más cualificada de cuantas no es dado realizar en esta tierra de peregrinación.
Cuando el corazón humano, la persona con todo su conocimiento y voluntad, alcanza a percibir o sentir a Dios, como su objeto propio, experimentándolo como el bien total y absoluto a que espontáneamente aspira, irremisiblemente se adhiera a Él, se enamora de Él.”
San Carlos de Foucauld señala la plenitud de la experiencia humana como un abandono en el Amor de Dios.
“PADRE, me confío a Ti. ¡Haz de mi lo que quieras! ¡Recibo de antemano, con suma gratitud, cuanto me envíes! Estoy dispuesto a todo…Lo acepto todo. Con tal que se cumpla tu voluntad en mí, y en todas las criaturas, ni tengo mi Dios, otro deseo. Pongo mi vida en tus manos. Señor, te la entrego con todo el amor de mi alma. Mi amor hacia Ti engendra en mí la necesidad de entregarme, de ponerme en tus manos sin condiciones. Con infinita confianza. ¡Si TU eres mi PADRE!