Homilía de Mons. Javier Martínez, en la fiesta de la Natividad de la Virgen María, en la Santa Iglesia Catedral.
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa de Jesucristo, muy queridos hermanos sacerdotes, queridos pueri cantores, queridos todos:
Tal vez uno de los rasgos más grabados en el corazón del hombre contemporáneo, una de las características de nuestra existencia en el mundo de hoy es como la insatisfacción por el mundo, por la realidad de la vida. Nos damos cuenta de muchas cosas en ese mundo que nos producen desaliento. Percibimos una pérdida de humanidad, un desamor, en todos los órdenes de la vida, y hay como una inmensa confusión, desasosiego, si queréis a veces hasta una indignación con la sociedad o con el mundo, al final con la realidad entera, y a veces no sabemos muy bien porqué.
Ese deseo, lo que expresa esa desazón es un deseo de una humanidad plena, de una humanidad que pueda cumplirse, de una humanidad que pueda estar contenta, que pueda dar gracias en cualquier circunstancia de la vida; no porque la circunstancia sea siempre como corresponde a los deseos de nuestro corazón, sino porque hay una roca sobre la que podemos apoyar nuestra existencia que sabemos que no defrauda, que sabemos que corresponde plenamente a la esperanza y al anhelo de ese corazón nuestro. (…)
¿Qué proyectos humanos pueden dar como resultado nuestra alegría, nuestra felicidad? Un corazón contento, y contento sin que para eso tengamos que vivir en una especie de ‘país de las maravillas’ en el que no hay dolor, o en el que no hay traición, o en el que no hay sufrimientos… sino, contentos en medio de este mundo de muerte, en medio de esta realidad que en parte proviene de nuestra propia condición humana y en parte también de que hemos hecho un mundo excesivamente inhumano, donde hemos puesto nuestras esperanzas en dioses falsos. (…)
El Señor nos hace también una provocación, la provocación está en la primera parte del Evangelio: el que ama a su padre o a su madre, o a su hijo o a su hija, o a su marido o a su mujer, o a su hermano o a su hermana, o hasta a sí mismo, dice el Señor, o el que no pone todos sus bienes -¿detrás de qué, Señor? detrás de Ti- no puede ser discípulo mío, y uno dice: ‘que fuerte, ¿qué es lo que nos pides?’. Es como una locura. ¿Cómo anteponerte a Ti a las cosas, a las realidades, a las personas más queridas, a las que uno les debe la vida o les debe la poca o mucha alegría que uno pueda recoger a lo largo del camino?, ¿cómo puedes pedirnos que te antepongamos a ti? Pues es paradójico, pero es el único modo de que esas realidades puedan ser amadas de verdad. Cuando falta Cristo, como la clave de todo en la vida, las otras cosas se deterioran también, nuestras otras relaciones… se deterioran las relaciones con los padres, se deterioran las relaciones entre hombre y mujer. (…)
La realidad es que hemos perdido esa clave de cómo Tú iluminas el misterio del amor humano, el misterio nupcial, el misterio del matrimonio, y vemos a los matrimonios deshacerse o tolerarse, o sufrir, pero no vivir con gozo y con alegría. Y Tú no eres sólo alguien que nos da energías para afrontar las dificultades de la vida y las del matrimonio, las de la familia, sencillamente con un espíritu de sacrificio. No, Tú eres como el modelo, como el paradigma de la realización de ese amor. Pero hemos perdido esa referencia, a lo sumo has quedado como un inspirador ético para darnos energía para los momentos de dificultad. Dios mío, si Tú faltas -no digo del horizonte de la vida, sino de ser el centro de la vida-, el amor entre hombre y mujer pierde su espesor, pierde su consistencia, pierde su grandeza, su capacidad de cumplir la vida. (…)
Encontrar a Cristo como Señor de la vida es empezar a poder vivir como reyes, como dueños de nuestra existencia. Es paradójico, lo sé, porque cuando entregamos nuestra vida a poderes mundanos, a los poderes de este mundo, nos empequeñecen, nos utilizan, nos manipulan, nos destrozan, nos usan para sus intereses, cuando entregamos nuestra vida a Cristo, nunca somos más nosotros mismos. Cuando acoger el amor de Cristo es capaz de transformar nuestra vida y de ir generando en nosotros el deseo y la capacidad de amar como Él nos ama, el mundo se hace distinto, se empieza a hacer la vida, la propia existencia en primer lugar, y luego la vida alrededor de uno empieza a ser distinta. Si una familia empieza a vivir así, y a pedirle al Señor vivir así, la vida empieza a ser distinta. Señor, danos esta sabiduría. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral, 8 de septiembre de 2013