La Virgen María está especialmente presente en el tiempo de la preparación para celebrar el nacimiento del Señor. En el seno de la Virgen María se encarnó el Hijo de Dios, Jesús, por obra del Espíritu Santo. El gran modelo es María, que esperaba con todo su corazón la venida del Salvador, aunque no podía ni imaginar como sería aquella venida. El Evangelio de San Lucas nos muestra el anuncio de Dios a través del arcángel y su respuesta, que fue un acto de confianza y obediencia total: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra”. De este modo se convirtió en la puerta por la que Dios entró en nuestra historia y habitó entre nosotros. María fue su morada y su templo, antes que nadie. María, primer sagrario de la tierra; una mujer que, sin conocer a varón, se fía de los planes de Dios.
El Señor pide el consentimiento de María para entrar en nuestro mundo. Llama a la puerta, quiere que le dejemos entrar. Tampoco quiere entrar a la fuerza en nuestras vidas, viene a nosotros pidiendo que le dejemos entrar para llenarnos de alegría y de esperanza. Imitando a María, no dejemos que pase de largo. Aprovechemos la gracia del Adviento para abrirle de verdad nuestros corazones. Cuando Dios tocó a la puerta de su juventud, ella le acogió con fe y con amor. El evangelio nos ayuda a entender que para Dios nada hay imposible, que para nosotros no hay meta que no se pueda alcanzar porque con Dios todo es posible. Es posible para el que tiene fe, el que se deja guiar por la voluntad de Dios, como esa mujer de Nazaret lo hizo. Esto es lo que queremos aprender de nuevo para preparar los caminos para que venga Dios a nosotros, allanar los senderos de su venida, eliminar los obstáculos que impiden que haga morada en nosotros.
La solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, el próximo 8 de diciembre, la fiesta mariana más importante del Adviento, es un tiempo de gracia que nos habla de una presencia siempre nueva del Señor entre nosotros. En Ella resplandece de una manera singular la santidad y la Gracia. Dios ha puesto sus ojos en esa virgen humilde. María fue elegida y concibió por su humildad. El Señor “ha mirado la humildad de su sierva”, dice el Magníficat. Es una virgen santa, sencilla, obediente. En la humildad y en la virginidad se manifiesta la plenitud de su santidad. Por eso Ella nos indica el camino para que el Señor, cuando llame a nuestra puerta, pueda entrar: el camino de la sencillez y de la humildad.
Con este espíritu, la Inmaculada Concepción nos atrae por su belleza, reflejo de la gloria divina, para que “el Dios que viene” encuentre en cada uno de nosotros un corazón bueno y abierto, que Él pueda llenar con sus dones. Nos conviene contemplar a María Santísima y ponernos en camino espiritualmente junto a ella hacia la gruta de Belén. Ella es modelo de fidelidad, abriéndole paso al Espíritu Santo para que vaya alumbrando el camino a seguir, Maestra de oración incansable, Madre de todos los que siguen a su Hijo.
¡Qué alegría inmensa tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a Ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo. Es la “llena de gracia”, es decir colmada por la gracia y creada por la gracia, y así revela el nombre nuevo que Dios le ha dado. Ella es el único “oasis siempre verde” de la humanidad, la única “incontaminada, creada inmaculada para acoger plenamente, con su ‘sí’, a Dios que venía al mundo para iniciar, de este modo, una historia nueva” (cf. Papa Francisco, 8.12.2017). Miremos con alegría a la llena de gracia para suplicarle que nos ayude a permanecer jóvenes, diciendo ‘no’ al pecado, y a vivir una vida bella, diciendo ‘sí’ a Dios. No hay mejor modo de preparar el camino al Señor, nada tan eficaz para vivir la alegría de su venida.