Queridos diocesanos:
Comenzamos el Adviento, tiempo fuerte de preparación a la celebración de los misterios de la Natividad del Señor y de orientación de la entera existencia del cristiano a la vuelta de Cristo en su gloria, porque a ambas perspectivas mira el Adviento. Hablando san Cirilo de Jerusalén de que casi todas las cosas don dobles en Cristo, se refiere a ambas venidas de Señor, menciona sus dos nacimientos: uno de Dios Padre en la eternidad, como Hijo engendrado antes del tiempo; y otro, en el tiempo nacido de la Virgen María. Por eso la preparación para su retorno en gloria nos hace asimismo pensar en la gloria que el Hijo tenía junto al Padre antes de la creación del mundo. La segunda venida de Cristo trae consigo la consumación de la historia del mundo y la realidad de la nueva creación, que no nos es dado imaginar, porque tampoco es materia de ciencia ficción.
Celebrar las venidas del Señor en carne y en gloria exige de cada cristiano volverse hacia el mensaje de conversión a Dios que Cristo proclama en su primera venida y al juicio de Dios que trae consigo el retorno en gloria de Cristo. Se trata de afrontar la conversión y el juicio, y tal es el propósito de la liturgia de la Palabra de la Misa, tanto en los últimos domingos del año litúrgico que acaba con la fiesta de Cristo Rey como de los dos primeros domingos del Adviento, tiempo santo con el que comienza el nuevo año litúrgico.
Las llamadas a la vigilancia para no ser sorprendidos por el Señor que llega, la invitación a contemplar la llegada en gloria del Hijo del hombre con una doble orientación: la que mira a la gloria del que viene como la que tiene que tomar con la mayor seriedad el poder de juzgar que Dios Padre ha confiado al Hijo, juez supremo de vivos y muertos. Lo recuerda san Pablo a los cristianos de Roma sin ambages: «En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios… Así, pues, cada uno dará cuenta de sí mismo a Dios» (Rm 14,11.12). Lo vuelve a recordar a los Corintios, dando además razón de esta comparecencia, al decir: «Porque es necesario que nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2Cor 5,10).
Las dos venidas de Cristo, una en la humildad de nuestra y otra en la gloria que sólo es propia del Hijo del hombre, no agotan la llegada del Señor para salvación de los hombres, ya que hay una tercera venida del Señor, de carácter oculto y permanencia constante: la venida de la que habla el libro del Apocalipsis y comentaron, entre otros los pioneros de esta exégesis de las Escrituras: san Agustín de Hipona[1] y san Bernardo de Claraval. Éste último habla del carácter oculto de la venida permanente del Señor al alma para lograr de ella la conversión y la transformación que trae consigo la recreación de la gracia divina en cada bautizado, verdadera innovación que es recreación constante del alma cristiana[2]. Es una venida oculta a los ojos de la carne, pero de total transparencia para el que es visitado y prevenido, disponiéndolo a la vigilancia que ha de tener quien sabe que la tercera y última venida en gloria puede irrumpir primero en aquel a quien Dios llama a su presencia.
El «adviento oculto» del Señor lo es tanto en lo que se refiere a los tiempos de la venida en gloria, pero también en lo que se refiere a una tercera venida: la que realiza constantemente a aquellos que el Señor elige y se da a conocer en lo hondo de ellos mismos, haciendo posible su salvación. En esta venida experimentan los que el Señor elige la cercanía de la salvación, advirtiéndoles de la necesidad de la vigilancia, como lo evocan las palabras de Cristo en el libro del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). El pasaje alude sin duda al banquete mesiánico de los tiempos últimos, o mejor, del reino logrado como señorío final de Dios. Este tercer modo de la venida de Cristo, que san Bernardo de Claraval «venida intermedia», se anticipa en el hoy de la vida cristiana para cada bautizado y para la comunidad de la que forma parte, por medio de la predicación y los sacramentos. Estos signos nos comunican la gracia prolongando en los bautizados los efectos de la redención de Cristo en nosotros, y por medio de ellos se nos adelanta la participación en la vida de Dios mediante la acción del Espíritu Santo en aquellos que los reciben. Se cumple así la promesa de Jesús: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).
La vida del cristiano, con todo, no es apacible en sí misma, sino que encierra las luchas y tentaciones que contribuyen a purificar al cristiano, reclamando de él autenticidad en la conversión a Dios y a Cristo. La vida al modo evangélico exige al discípulo de Cristo renuncia a la vida de pecado, ayudándose de las mociones de la gracia que suscita la audición y meditación de la palabra de Dios y la circulación de la vida en el alma y en el cuerpo recibida en los sacramentos, que activa la victoria sobre el poder del mal, domeñando las concupiscencias de la carne y disponiendo al cristiano parta la pregustación de los bienes del reino. De esta suerte así dispuesto el que sigue a Cristo siente su presencia, la mano amiga que le sostiene para que pueda caminar por la senda que conduce a la vida eterna. Por esto dice san Bernardo que «esta venida intermedia es un camino que enlaza la primera con la última. En la primera, Cristo ha sido nuestro rescate; en la última, se manifestará vida nuestra; en la actual, para que durmamos entre los dos tesoros, Cristo es nuestro descanso y consuelo esta venida de Cristo es oculta y que «los elegidos sólo lo ven en lo hondo de ellos mismos», concluyendo que de esta manera se salvan[3].
San Pablo nos anuncia el gozo de haber sido salvados en esperanza (Rm 8,24). La venida en carne de Cristo es el fundamento de esta esperanza y por ella nos exhorta a que esta esperanza que se funda en la aparición del Hijo de Dios en carne, en la fragilidad del Niño de Belén, «nos mantenga alegres; constantes en la tribulación y perseverantes en la oración, compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad» (Rm 12,12-13). Mantengamos el gozo de haber conocido la verdad revelada en nuestra humana condición, en la manifestación de Cristo, nuestra salvación en el Adviento que comenzamos y siempre. Que la próxima celebración de la venida del Señor al mundo por nosotros nos disponga a recibir de él la salvación que esperamos y es causa de nuestra alegría.
Con todo afecto y bendición.
Almería, a 28 de noviembre de 2021
Domingo I de Adviento
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] San Agustín, Carta 199 11,41-42; y 13,52ss: Obras completas de san Agustín, ed. bilingüe BAC 99b (1991) 132-178.
[2] San Bernardo, In adventu Domini: Serm. cuarto y quinto: Obras completas III. Sermones litúrgicos (1º): BAC 469 (22005) 87-95 y 95-99.
[3] In adventu Domini: Serm. V, 1: cit. BAC, 95.