Comenzamos este domingo un nuevo Año litúrgico, comenzamos con el domingo primero de adviento. El cristiano vive lanzado al futuro, pero no lanzado al vacío de un futuro desconocido, sino en la espera gozosa de la venida del Señor. El futuro para el cristiano es una Persona, que ha anunciado su venida y no fallará en su promesa: “Vengo pronto. Maranatha (ven, Señor) !” (Ap 22,20).
El primer sentido del adviento es prepararnos para esa venida última y definitiva del Señor. Vendrá glorioso para llevarnos consigo y hacernos partícipes de su gloria para siempre. Él vendrá al final de la historia para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Pero en el caso de cada uno, él viene a por nosotros cuando acaba nuestra etapa en la tierra, cuando nos llega la muerte. El tiempo de adviento nos prepara para ese encuentro personal con Cristo, de cada uno, cuando él nos lleve consigo y glorifique nuestras almas, hasta la venida final en que esa gloria sea comunicada también a nuestros cuerpos, que resucitarán en el último día.
La comunidad cristiana, desde el comienzo hace dos mil años hasta el final de la historia, ha vivido, vive y vivirá en esa continua invocación: Ven, Señor Jesús (Marantha), porque vive volcada hacia la unión plena con su Esposo y Señor Jesucristo. El tiempo de adviento aviva en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene. Y deseamos salir a su encuentro, acompañados por las buenas obras. Se trata de un encuentro esponsal, alimentado a lo largo de la vida personal de cada uno en la comunidad eclesial, y que en la Eucaristía tiene su anticipo, su alimento y su estímulo. Deseamos encontrarnos con Jesucristo cara a cara, sentir su abrazo eterno que nos llenará de gozo y nos purificará definitivamente de nuestras impurezas, y pasar de la esperanza a la plena posesión. Este es el primer sentido del adviento.
Y además, el adviento nos prepara de manera inmediata a las fiestas de Navidad, en las que celebramos año tras año el nacimiento en la carne del Hijo de Dios hecho hombre de las entrañas virginales de María, madre y virgen. El adviento es un tiempo de alegría y de gozo, que estimula la espera y el ansia del encuentro. La Navidad es la llegada de ese Hijo esperado, que por los sacramentos viene hasta nosotros realmente.
Las calles están inundadas de luz, porque el que viene es Luz de Luz, resplandor de la gloria del Padre, es la lámpara que ilumina la ciudad santa. Con él ya no habrá más noche, todo será más resplandeciente que la luz del mediodía. Los villancicos son expresión popular de esa alegría contagiosa, que brota del misterio de la Navidad, del Niño, de la Madre, de los pastores que se acercan, de los Magos que llegan trayendo regalos.
Ahora bien, no debemos dejarnos aturdir ni deslumbrar por todo lo exterior. En una sociedad de consumo como la nuestra, mucho de todo eso es agitado para estimular el gasto, incluso el derroche. Hemos de aplicar nuestro sano juicio para mantener la templanza, puesto que sólo en el silencio interior podremos captar y saborear los misterios que celebramos. Sólo en el desprendimiento podremos salir al encuentro de todos los que sufren por cualquier motivo, y para los cuales también es Navidad. Más aún, el Hijo de Dios en su primera venida ha venido en pobreza y desnudez, en humildad y desprecio. No podremos conectar con él si nos instalamos en la extroversión, en el consumo y en el bullicio. No podremos sentir las necesidades de nuestros hermanos más necesitados, si sólo buscamos satisfacer nuestros sentidos.
La Navidad es una fuerte llamada a la solidaridad, porque el Hijo de Dios por su encarnación se ha unido solidariamente con cada hombre, cargando con sus penalidades y dándoles su salvación. Qué admirable intercambio.
El tiempo de adviento nos abre un panorama esperanzador. Entremos en este tiempo santo con deseo y esperanza de recibir abundantemente para repartir a raudales. Viene el Señor y trae para todos la gracia generosa de su salvación.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba