Lecturas bíblicas: Dn 12,1-3; Sal 15,5; 8,9-11 (R/. «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti»); Hb 10,11-14.18; Aleluya: Lc 21,36 («Estad despiertos en todo tiempo…»); Mc 13,24-32
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos llegando al final del año litúrgico y la palabra de Dios en estos últimos domingos nos coloca ante el juicio último de la historia y su desenlace en el marco de una visión apocalíptica de conmoción general del universo creado. Para la descripción de esta visión global del desenlace de la historia los autores sagrados se sirven de imágenes que ponen de manifiesto la condición creada y perecedera del orden natural del mundo creado, que se expresa en un género literario de amplia presencia en la Biblia conocido como género apocalíptico. Así el pasaje del evangelio de san Marcos que acabamos de escuchar, cuyo más amplio desarrollo encontramos en el evangelio de san Mateo, presenta la conmoción de los elementos cósmicos estremeciéndose ante la llegada del Hijo del hombre. El retorno del Señor resucitado en su gloria viene en el relato acompañado de estos signos que parecen aludir a la consumación del mundo, vinculándolos el evangelista al juicio divino sobre las acciones humanas. La venida del Hijo del hombre, con los poderes que el Padre le ha entregado, es el retorno del Resucitado convertido en juez universal para ejercer la justicia definitiva.
San Pablo describe también la venida del Hijo del hombre acompañado de los ángeles de Dios, porque el Señor —comenta el Apóstol— bajará del cielo «con clamor, en voz del arcángel y trompeta de Dios» (1Ts 4,16). Es un cuadro imaginario que él compone sirviéndose de la literatura apocalíptica, en la cual se describen las representaciones del cielo y del orden divino como ámbito de gloria y majestad que rodea la presencia de Dios y de Cristo como juez plenipotenciario de Dios. A este orden divino pertenecen los ángeles y su llegada con el juez universal es escenificada mediante las poderosas imágenes del fulgor del relámpago y el sonar del aparato eléctrico de la tormenta, de las cuales se sirven los autores sagrados para describir las teofanías, es decir, las manifestaciones de Dios siempre trascendente al mundo, cuya presencia no puede resistir el ser humano sin experimentar la muerte.
Esta visión de la venida del Señor de la que hoy habla el evangelio del domingo se inspira en descripciones como la revelación de Dios en medio del fragor de la tormenta sobre el monte Sinaí, cuando Dios entrega las tablas de la Ley a Moisés, donde «el sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte» (Éx 19,19), mientras Dios y Moisés hablaban y el pueblo se estremecía de temor ante la majestad inmensa de Dios. El pueblo suplicaba a Moisés que no les hablara Dios, para no morir (cf. Éx 20,19), que les hablara el propio Moisés, que es presentado como mediador de la Alianza antigua. La venida del Hijo del hombre es también descrita como la llegada de quien se acerca a la historia humana sobre las nubes del cielo, como sucede en la visión de Daniel que nos transmite la primera lectura. En ella la figura del Hijo del hombre viene con la majestad de Dios y recibe de él «poder, honor y reino», y a este ser divino contemplado por el profeta «le servían los pueblos, naciones y lenguas», y ese dominio propio del plenipotenciario de Dios es «poder eterno y nunca pasará y su reino no será destruido» (Dn 7,13-14).
Estas imágenes son una importante ayuda para que el evangelista presente a Jesús como el nuevo y definitivo Mediador entre Dios y los hombres, a quien el Padre ha entregado el juicio sobre la vida del hombre y la realización de la historia, sin que ningún ser humano pueda determinar ni cómo ni cuando Dios ejercerá este juicio definitivo, tanto para cada uno com. para el conjunto de la historia humana. La verdad cierta que la Iglesia nos transmite como contenido de la revelación de Cristo es que la consumación de la vida humana es para cada uno en particular la llegada del Señor en la hora de la muerte. Esta es el acontecimiento que nos abre de forma personal al tránsito de este mundo al mundo trascendente que ha de seguir a nuestra vida temporal. Seremos llamados a la presencia de Dios, de modo que tengamos por cierto lo que dice san Pablo: «que es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida, el bien o el mal» (2Cor 5,10).
El juicio divino nos viene predicho por el profeta Daniel en el fragmento que hemos escuchado, en el que asimismo tenemos el género literario apocalíptico utilizando las imágenes de la pugna permanente que en la vida del hombre se da entre el bien y el mal. Un pasaje bíblico que nos ayuda a mejor comprender el fragmento del evangelio de san Marcos que hemos proclamado. El profeta habla de “tiempos difíciles” para referirse a los últimos tiempos, pero la dificultad cada uno la vive en su propio tiempo terreno, con cuya superación, desechando el mal con los medios que la gracia divina nos asiste, podremos resucitar para la vida, para que nuestros nombres estén inscritos en el libro de la vida.
También en la profecía de Daniel entran en juego los ángeles, espíritus que Dios ha creado y a los que ha encomendado determinados cometidos al servicio de nuestra salvación, porque como dice san Gregorio Magno, «el nombre de “ángel” designa la función, no el ser del que lo lleva»[1]. Si a los que han recibido cometidos o funciones mayores los llamamos arcángeles, san Miguel es el ángel custodio del pueblo de Dios, que ha recibido la misión de ayudar a los hombres a vencer el poder del Maligno, un ángel caído que desobedeciendo a Dios se convirtió en príncipe del mundo pecador, verdadero tentador del hombre. Con su auxilio los seres humanos redimidos por Cristo y rescatados por su sangre preciosa triunfarán de la tentación y saldrán airosos del juicio, si practicamos la caridad y la misericordia, porque «tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; la misericordia se ríe del juicio» (Sant 2,13); y es que «el amor cubre multitud de pecados» (1Pe 4,8).
El juicio es acontecimiento es simultáneo a la consumación de nuestra vida, motivo determinante de cómo debemos estar vigilantes. Jesús exhortó con diversas parábolas a la vigilancia, como la parábola de las vírgenes prudentes y necias, que termina con la exhortación de Jesús: «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13). San Marcos concluye la narración de su evangelio: «El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sólo el Padre» (Mc 13,32). Jesús afirma de esta manera que tampoco el Hijo en cuanto hombre sometido a la incertidumbre de la vida humana está eximido de esta ignorancia, en la que transcurre la vida de los hombres. La vigilancia triunfa sobre la tentación, dice Jesús observando que sus discípulos dormían en Getsemaní, mientras él imploraba agónico al Padre que apartara de él el cáliz de la pasión, cuando el enemigo estaba a punto de hacerse presente: «Velad y orad, para que no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14,29).
En la acción de vigilancia es la atención al acontecer de la vida lo que resulta de la mayor importancia para vivir en la presencia de Dios y poder ofrecer a los demás la fe que profesamos y la esperanza de la que vivimos. Por eso Jesús pedía saber interpretar los signos de los tiempos y se quejaba de lo fácil que nos es prever los acontecimientos atmosféricos, pero no los signos de los tiempos (Mt 16,3), en los cuales Dios está interpelando nuestra vida y la gracia divina nos ofrece la salvación. No hemos de temer el juicio, si no flaquea la fe y mantenemos la caridad como acción de vida, porque Cristo ha vencido al Maligno y ha triunfado sobre la tentación, ha llevado sobre sí los pecados del mundo y ha muerto para que nosotros encontremos la vida definitiva. El autor de la carta a los Hebreos acrecienta nuestra fe en alcanzar la salvación, al declarar que «Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies» (Hb 10, ); es decir, hasta que el triunfo de Cristo en nosotros se afiance en la consumación de nuestra existencia participando de la vida de Dios, porque dice san Pablo que «hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24), y aún hemos de alcanzar que aquello que esperamos sea plenitud en nosotros.
El papa Benedicto XVI explana este pasaje de la carta a los Romanos, comentando que la redención es obra realizada de una vez para siempre por Cristo y es el fundamento de la esperanza de nuestra salvación[2]. El papa añade que la esperanza que tenemos en Cristo es una esperanza es fiable, y que gracias a ella podemos afrontar nuestro presente con la seguridad de conocer ya la meta a la que vamos, por eso es inseparable de la fe; y porque la fe es el alimento de la esperanza, frente al agnosticismo y la ignorancia culpable (Hb10,22-23), el cristiano es capaz de dar razón de la esperanza que tenemos (1Pe 3,15). Así, inseparable de la fe, la esperanza fundada nos diferencia de los hombres que no tienen esperanza (1Ts 4,13)[3].
Que la Eucaristía que ahora celebramos afiance en nosotros la fe esperanzada que hace de nosotros cristianos, y que la Virgen María y san José, que son figura y espejo de la fe que en ellos ha colmado su vida en Dios nos ayuden con su intercesión a mantener esta fe esperanzada que profesamos.
Almería, a 14 de noviembre de 2021
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] San Gregorio Magno, Homilía 34,8: PL 76, 1250.
[2] Benedicto XVI, Carta encíclica sobre la esperanza cristiana Spe salvi [SS] (30 noviembre 2007), n. 1.
[3] SS, n. 2.