Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández
Jesús se presenta en el evangelio de este domingo como “manso y humilde de corazón”. Es llamativa esta autopresentación, al tiempo que es tremendamente atrayente. A Jesús en su personalidad divina nos lo ha presentado el Padre del cielo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mc 1,11). Y Jesús mismo se dirige continuamente a Dios como su Padre, “Abba!”. Pero en el evangelio de este domingo, Jesús nos invita a que acudamos a él. “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré… Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11,28).
La mansedumbre es cualidad muy valorada. No tiene agresividad ni asperezas, es tranquila y apacible. Puede llegar incluso a la ternura. Cuántas veces nos vemos sorprendidos por nuestros impulsos, por nuestras reacciones bruscas y a veces violentas, que alteran la convivencia de nuestro entorno. Encontrarse con una persona mansa y apacible es una fortuna. Todos los que conviven con ella gozan de esa paz que transmite el que es manso de corazón. En el caso de Jesús, además, él quiere transmitirnos esta cualidad y lo hace mediante nuestro trato con él y por el don permanente de su Espíritu Santo en nuestras almas. En este, como en todos los demás aspectos de la vida cristiana, no se trata de una imitación externa y menos aún de una decisión voluntarista por nuestra parte. Se trata más bien de la acogida de un don que se nos ofrece y de entrenarnos en esa misma práctica, ejercitándonos en esa virtud.
La humildad es virtud que está en los cimientos de un gran edificio. Esos altos rascacielos de las grandes ciudades, tiene un soporte hondo, que no se ve pero que soporta todo el edificio. El humilde no hace ostentación de sus virtudes, aunque reconozca que las tiene, pero las tiene como un don recibido y las vive con gratitud al que se las hadado. El humilde no protesta porque no le tienen en cuenta. El humilde busca instintivamente el último puesto, no ser tenido en cuenta, pasar desapercibido. La humildad se alimenta con humillaciones, que el humilde asume con normalidad y sin alboroto. Cuánto bien hace una persona humilde, cuánto bien hace una persona dotada de buenas cualidades, si es humilde. Si, por el contrario, tiene muchas cualidades y no es humilde, se vuelve insoportable; mejor es que no las tuviera. Se dice que así como la caridad y el amor son el motor de todas las virtudes, así la humildad está en el cimiento de todas ellas. Cualquier virtud natural o sobrenatural sin humildad es una virtud dislocada, y puede hacer daño. La humildad todo lo soporta, no se engríe, no se compara con los demás ni siente envidia.
Jesús se presenta así, como “manso y humilde” de corazón. Y nos invita a acercarnos a él, especialmente cuando estamos cansados y agobiados. No es el trabajo físico el que más nos fatiga, y además se reponen energías con el diario descanso. Ni siquiera las preocupaciones de las tareas en las que somos responsables son la fuerza más fatigante. Lo que realmente nos fatiga son nuestros apegos interiores, esas sanguijuelas que chupan nuestra energía y nuestro entusiasmo. Nos fatiga nuestro amor propio, nos fatiga nuestra falta de rectitud de intención, nuestras dobleces. Nos fatigan todas las secuelas de pecado, que van minando nuestro entusiasmo. Por el contrario, nos refresca la conversión profunda de nuestro corazón, nos renueva sentirnos amados tal como somos, gratuitamente. Nos hace felices constatar que nuestros problemas tienen arreglo.
Por eso, en este tiempo de vacaciones y descanso, acudamos a Jesús: “Venid a mí…” Él nos comprende, él nos acoge, él nos ama incondicionalmente. Si acudimos a él, encontraremos nuestros descanso, porque su yugo es llevadero y su carga ligera.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba