En la Misa de Acción de Gracias por la Beatificación de los Mártires de Almería

Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González

Queridos sacerdotes, religiosas y seminaristas;
Queridos fieles laicos, hermanos y hermanas:

Acabamos de vivir un acontecimiento de gracia que dejará honda huella en nuestra Iglesia diocesana y en las Iglesias hermanas, algunos de cuyos sacerdotes mártires estaban al cuidado pastoral de comunidades parroquiales que hoy son parte del tejido eclesial de la diócesis de Almería. Juntos hemos vivido la glorificación de aquellos testigos fieles de Cristo, que no dudaron en morir por la fe que profesaban. Su confesión selló para siempre su amistad con Cristo, siguiéndole hasta la cruz, para ser configurados con su muerte y su resurrección. Sacerdotes que corrieron la suerte del Crucificado, y laicos cuyo compromiso apostólico y devocional les convertía en testigos cualificados de la vida de la Iglesia, que los perseguidores se propusieron desterrar de la sociedad, para hacer de ella un ámbito sólo del hombre, donde Dios estaba prohibido.

Los mártires dieron testimonio de la verdad, atendiendo el consejo del Apóstol de las gentes a Timoteo, discípulo y colaborador en las tareas del Evangelio: «No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor ni de mí, su prisionero» (2 Tim 1,8a). Siguieron a Cristo Jesús, «el Testigo fiel» (Ap 1,5), «que ante Poncio Pilato rindió tan hermoso testimonio» (1 Tim 6,13); y aplicándose a sí mismos el consejo del Apóstol, se portaron con prudencia, soportaron todos los sufrimientos que les acarreó su misión de evangelizar desempeñando a la perfección el ministerio (cf. 2 Tim 4,5).

La luz de Cristo iluminó la existencia de los mártires, sacerdotes que en el ejercicio de su ministerio pastoral tenían como misión iluminar la conciencia moral de los fieles sus hermanos, para que la luz de Cristo iluminara el mundo. Con ellos brillaron los laicos, que iluminados por la luz de Cristo en el bautismo y, llevando con dignidad cristiana su condición de hombres y mujeres seglares, llevaron al mundo la luz que su muerte no extinguió; la luz que hoy irradia sobre el laicado cristiano, iluminando el difícil camino del apostolado en una sociedad que sigue el destello de luces fugaces, luces que como los fuegos de artificio no alumbran el misterio de la vida y el destino del hombre, porque rápidamente se extinguen y no son más que luces pasajeras que no duran.

El evangelio de hoy es una alegoría sostenida de Jesucristo, luz del mundo, cuyas proféticas palabras resuenan con especial fuerza en nuestra asamblea: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). En este IV Domingo de Cuaresma, la liturgia eucarística nos coloca ante el significado del bautismo como iluminación del que se bautiza.
La lectura del evangelio del ciego de nacimiento en este tiempo particularmente bautismal, cuando los catecúmenos se preparan para recibir el bautismo y entrar a formar parte de la comunión eclesial, nos hace comprender cómo la confesión de fe en Jesús conduce a la fuente bautismal. Rechazado por los fariseos y expulsado de la sinagoga, el que había sido ciego de nacimiento se encuentra de nuevo con Jesús, cuya verdadera identidad ignora, confesará quién es Jesús como respuesta a la revelación que el propio Jesús hace de su identidad mesiánica. Dice el evangelista que «Jesús lo encontró y le dijo: ¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Lo estás viendo: el que te está hablando ése es. Él le dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él» (Jn 9,35-38).

Al bautismo sólo se puede llegar con fe, y sólo quien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios y el Mesías redentor puede ser bautizado. El evangelio nos dice cómo, en medio de la incredulidad de los judíos, se produjo aquella confesión de fe en Jesús y en la encomienda que el Padre le dio. Quedó en tan gran soledad el que había sido ciego que incluso sus padres se desentendieron de él, para no comprometerse ante las autoridades religiosas judías. Los padres dijeron que, en efecto, aquel era su hijo y que nació ciego, pero dijeron no saber cómo había adquirido la visión y, excusándose en la mayoría de edad de su hijo, se quitaron de en medio diciendo: «Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse» (Jn 9,21).

Este pasaje del evangelio nos coloca de nuevo ante la confesión de fe de los mártires. Ellos, desafiando con su fe a los perseguidores, no temieron a quienes matan el cuerpo sin poder dar muerte el alma (cf. Mt 10,28). Murieron confesando la realeza de Cristo, su condición de Mesías, hijo de David y Salvador de los hombres, y así fueron testigos fieles de la verdad que habían conocido. No negaron a Cristo ante los hombres, no tanto porque temieran no ser reconocidos por Jesús delante del Padre celestial, sino que, excluido todo temor, confesaron a Cristo porque lo amaron tanto como para morir por él echándose en los brazos de Dios. No lo negaron, porque habían conocido que Jesús había muerto por ellos y por cada uno de los seres humanos.

La liturgia de la Palabra establece una relación entre la primera lectura, en la que se recoge la crónica de la elección de David, y el evangelio del ciego de nacimiento. La Iglesia pone ambas lecturas en relación para que reparemos en que Jesús es el Mesías prometido, el verdadero “hijo de David”, como el ángel había anunciado a María: «el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará en la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32). Así será aclamado por la muchedumbre en la entrada de Jerusalén, gritando: «¡Hosanna al hijo de David!» (Mt 21,9; cf. Mc 11,10), y así lo invocaban los enfermos que acudían a él pidiéndole la salud: «¡Ten piedad de nosotros, hijo de David!» (Mt 9,27; cf. Lc 18,38).

Todavía ha hay entre la primera lectura y el evangelio más niveles de relación entre ambas. No pasemos por alto cómo lectura del primer libro de Samuel contrapone los juicios de Dios a los juicios de los hombres, tal como denunciara Isaías: «Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55,9). Cuando el libro de la Sabiduría contrapone la mirada de Dios y la de los hombres, la vida de los mártires se transfigura frente a la incomprensión y el fracaso de sus perseguidores. Así de la vida de los justos, malograda a los ojos del mundo, dice la Escritura: «Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz. Aunque la gente pensaba que sufrían una pena, su esperanza estaba llena de inmortalidad (…) porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de él» (Sb 3,2-4.5b).

A los ojos de los hombres, David era el último de los ocho hijos de Jesé,
dedicado al pastoreo mientras sus hermanos hacían la guerra, pero Dios eligió a David. La razón la ofrece el Apóstol: «Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,25). Dios no quiso socorrer a san Pablo en sus flaquezas, y le dio la explicación que fue para él objeto de fe, como lo es para nosotros y lo fue de forma eminente para los mártires: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Fue la fe la que obtuvo el triunfo de los mártires, su glorificación con Cristo y su coronación lograda como miembros de un pueblo de profetas, sacerdotes y reyes: aquellos se dejan configurar con el Mesías rey y sacerdote, hijo de David.

Miembros eminentes de un pueblo mesiánico, los mártires no dudaron en afrontar el sacrificio de su vida por una vida mejor, «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (Hb 12,2). Los mártires esperaron la coronación que es el final del combate, premio definitivo que espera san Pablo de la gracia generosa de Dios misericordioso, cuando afirma: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia que el Señor, juez justo, me dará en aquel día…» (2 Tim 4,8).

Celebremos el gozo de la victoria de los mártires en esta eucaristía de acción de gracias, en este domingo cuaresmal de la alegría, el llamado por eso domingo de “laetare”, haciendo nuestro el testimonio de los mártires. Estemos listos para dar razón de nuestra fe, como pide san Pedro a los cristianos de aquella primera hora de la persecución, y hagámoslo en paz y buena conciencia a cuantos nos pregunten por la verdad en la que hemos creído (cf. 1 Pe 3,15). Así se lo pide también san Pablo a los cristianos de Éfeso en la segunda lectura de hoy, porque los discípulos de Jesús, dice el Apóstol, han de aparecer ante el mundo como «luz en el Señor… hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia» (Ef 5,8).
Esta es, ciertamente, una tarea difícil en una sociedad que se aleja de su primera inspiración cristiana, renunciando a sus raíces. La luz, comenta el Apóstol, pone al descubierto las cosas vergonzosas que se amparan en las tinieblas. La pluralidad de pensamiento y concepción del mundo en nuestra sociedad, la plural comprensión ética de los actos humanos, no hacen fácil el testimonio cristiano en el contexto una cultura marcadamente relativista, pero, en paz y con buena conciencia, no podemos renunciar a dar testimonio de la verdad que hemos conocido: la que es accesible a la luz natural de la razón y la que viene del Evangelio de Cristo. Los cristianos estamos llamados a ser mediadores de paz y, por ello, agentes de un sincero diálogo en una sociedad abierta. Hemos de hacerlo sin renunciar a nuestra fe, convencidos de que la verdad se abre camino y siempre acaba por ser reconocida la falsedad y la injusticia, porque sólo quienes se mantienen en la palabra de Jesús, son verdaderamente sus discípulos, que conocerán la verdad que hace libres (cf. Jn 8,31).

Que nos lo alcance la Virgen María, Reina de los apóstoles y de los mártires, a cuya intercesión ante Cristo Jesús se suman gozosos los mártires que han regado con su sangre pacificadora la historia de la evangelización y de la Iglesia, para que el Mediador único entre Dios y los hombres no deje de concedernos el Espíritu Santo que sostiene y guía a la Iglesia por los caminos de la historia.

S.A.I. Catedral de la Encarnación
Almería, 26 de marzo de 2017

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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