Homilía en la S.I Catedral en el XV Domingo del Tiempo Ordinario.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios,
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
amigos y hermanos todos:
Un pensamiento traspasa de principio a fin la liturgia del día del hoy, y no nos está de mal el recordarlo, porque nos dice algo que es constitutivo de nuestra dimensión de cristianos. La Iglesia es un pueblo de apóstoles. La Iglesia es un pueblo de enviados. La Iglesia es un pueblo que no puede no comunicar la gracia de la que vive, el tesoro que ha recibido y que ha sido puesto en sus manos.
Una de las tareas más comunes de un obispo es la de confirmar (esta tarde yo iré a confirmar a un pueblo del Valle de Lecrín, a Albuñuelas, pero a lo largo del año pocas son las semanas en las que, de una manera u otra, no tienes confirmaciones). Y en el lenguaje de las confirmaciones es muy frecuente las exhortaciones a dar testimonio y constantemente se vuelve a la obligación, más en las moniciones y en los materiales que en el ritual, pero se convierte en una de las llamadas constantes. Yo suelo explicar casi siempre que cuando a un chico está enamorado y se echa una novia, o a una chica que está enamorada, hay que recordarle que no se olvide de la hora en que han quedado para salir de paseo o para ir al cine, algo está muy mal. Es decir, que, cuando a los cristianos hay que recordarles que deben dar testimonio, algo está muy mal. Significa que no tiene la experiencia que enciende el corazón, que mueve el centro de la vida, es decir, que el encuentro con Jesucristo no es realmente lo que nos determina. Hacemos, sin duda, algunas prácticas, tenemos costumbres cristianas, tratamos de guardar ciertos principios o así. Dios es Amor y el amor es el bien supremo. Los antiguos teólogos en la Edad Media decían que el bien es siempre «difusivo de sí», es decir, que el bien es algo que se comunica espontáneamente. Y el Evangelio de hoy nos recuerda que Jesús, ya en su vida terrena, que obraba signos por el Espíritu de Dios, que moraba en Él, comparte ese Espíritu de alguna manera con los Doce, luego con los setenta y dos. Es decir, difunde ese mismo Espíritu que les lleva a los Doce y a aquellos que le acompañaban, incluso a las mujeres –recordar la samaritana, probablemente el apóstol más eficaz que hubo en todo el ministerio público de Jesús; aquella mujer que había tenido cinco maridos, que vivía con alguien que no era su marido, y a quien el encuentro con Jesús le cambió de tal manera la vida que le decían los de su pueblo ‘ya no creemos por lo que tú nos has dicho’, pues llevó a la gente de su pueblo con Jesús, cuando el encuentro con Jesús cambió su vida-.
La Iglesia es un pueblo misionero. No podemos, como cuando éramos niños, hablar de las misiones como algo que tiene que ver con otros, que tiene que ver con otros países, sobre todo algunos países que hasta hace nada considerábamos países de misión, seguramente están ya viniendo a misionarnos a nosotros, porque nosotros hemos perdido mucho de la sustancia y de la alegría y de la pasión que genera el encuentro con el Señor, la fe.
Por eso, yo les digo a los confirmandos: yo no os voy a hablar de que tenéis que dar testimonio, yo le pido al Señor que suceda el encuentro con Jesucristo en vuestras vidas; yo le pido al Señor que el amor de Jesucristo realmente marque vuestras entrañas de tal manera que florezca en vosotros, que sea una cosa que eso lo verán los hombres. No hay que perseguirlos, no hay que ir detrás de ellos. Y en el mundo en el que estamos yo creo que bastaría la belleza de lo que es la vida cristiana, la vida de familia, la actitud del hombre cristiano o de la mujer cristiana frente al dinero, frente al descanso, frente al trabajo, frente a la educación de los hijos o del amor matrimonial. Bastaría eso para que suscitase el atractivo y la envidia en medio de un mundo que se busca a sí mismo y no se encuentra; en medio de un mundo que se desangra a sí mismo en su propia desazón, en su propio desasosiego, en su propia violencia. Aún así el Papa nos insiste constantemente -y yo creo que el Evangelio de hoy es una ocasión de recordarlo-: somos una Iglesia en salida. La Iglesia no es la Iglesia de Jesucristo si no está en salida. En salida, ¿hacia dónde? Hacia el mundo, hacia nuestros prójimos, hacia las personas que tenemos cerca. En cualquier circunstancia y en cualquier contexto, me da lo mismo: en la piscina del pueblo o en la terraza de la plaza del pueblo o en la tertulia con unos amigos, en los lugares de trabajo y de descanso. Siempre. Ya comáis, ya bebáis, ya durmáis –decía San Pablo-, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús. Es decir, con la energía y la vida que el Señor nos comunica.
Estoy diciendo que no les digo a los que se confirman que tienen que dar testimonio, y tengo la sensación de estaros diciendo a vosotros que tenéis que dar testimonio. Que la misión de la Iglesia no es una misión de los sacerdotes o no es una misión de los obispos. Sí, por supuesto, en primer lugar y en primera persona. Pero es una misión de todos. No crecerá la Iglesia, no habrá nueva evangelización, la Iglesia no cesará de vivir un momento de implosión entre nosotros si nosotros no comunicamos como algo precioso, como el don más precioso que la vida, ese don que el Señor nos ha hecho. Me parece que con eso basta para que Le pidamos hoy al Señor, Señor danos vivir de tal modo, danos siempre de esa agua -le decía la mujer samaritana-, para que no vuelva a tener sed. Y el Señor le dio de esa agua, le reveló de alguna manera lo que era su amor, lo que era la inmensidad y la profundidad de su ser, y aquello cambio la vida de aquella mujer, y del pueblo en el que vivía. Señor, danos a nosotros de esa agua para que nuestras vidas cambien y para que podamos ser luz en medio de la oscuridad, sembradores de paz en medio de la violencia y de la tensión, sembradores de misericordia, de perdón, de una humanidad bella y buena, hecha de afecto mutuo, de respeto mutuo, de cariño de los unos por los otros, y del bien de los unos y de los otros, de todos –de amigos y enemigos-.
Sólo un corolario más: no se puede vivir así si no se vive en comunidad. No se puede salir si uno no tiene de alguna manera una pertenencia que sostiene la vida, porque cuando salimos solos, si la misión, que tiene que ser de la Iglesia, que tiene que ser de todos, uno la hace como una especie de heroísmo individual o así, uno termina pensando que va siempre contracorriente, que está un poco fuera de este mundo, y uno termina cediendo. ¿Por qué es imprescindible la comunidad? Y yo sé que en un país como España, donde tenemos veinte siglos detrás de historia de Iglesia, no sentimos particularmente la necesidad de esa comunidad, pero la tenemos que volver a sentir si queremos vivir en este mundo y sobrevivir. No sólo sobrevivir, sino vivir gozosamente la alegría del Evangelio en medio de este mundo. Necesitamos que nuestra experiencia de que Cristo está con nosotros se renueve constantemente. ¿Dónde se renueva? En la comunidad de la Iglesia. Que no puede ser toda la Iglesia. Yo sé que quienes estáis aquí hoy unos venís de Estados Unidos –los amigos de Ildefonso-, otros, seguramente más de la mitad o la mitad, sois personas que sois de fuera, que estáis aquí de paso. Aún así todos no podemos vivir una comunidad entre todos los que formamos la Iglesia, ni siquiera en una ciudad como Granada. Necesitamos un lugar, necesitamos una comunidad de tamaño humano, de dimensiones humanas, que puede ser mi parroquia, que puede ser un movimiento, un grupo, una realidad eclesial, una comunidad, pero sin eso la vida no se sostiene, las familias no se sostienen. Qué error tan grande el de aquellos que dicen: ‘Bueno, mientras yo sea capaz de sostener a mi familia, el resto del mundo…’. Uno solo no sostiene, ni siquiera su familia, ni siquiera su matrimonio. Nos necesitamos unos a otros. El Señor
nos ha hecho para estar entrelazados unos con otros, para ser miembros los unos de los otros, para participar todos de la única vida del Hijo de Dios, que nos comunica su vida divina.
Señor, para que podamos comunicar a este mundo –repito, que se desangra en su propia violencia- algo del amor que Tú eres y que nosotros conocemos. Multiplica esos signos de amor sobre nosotros. Permítenos, como decíamos en la oración, rechazar lo que es indigno del nombre de cristiano y cumplir cuanto en él significa. ¿Qué significa ser cristianos? Señor, Tú eres el Señor de nuestras vidas. Que ese Señorío brille porque en él brilla la humanidad verdadera que todo hombre y toda mujer necesita. Que puedan encontrarla en nosotros, en la vida diaria, en la vida ordinaria, no en los sermones que les echamos o en las exhortaciones morales que les hacemos. Que puedan percibir algo de la belleza de la vida que Tú nos das, en nuestro modo de vivir, de tratarnos, de querernos, de estar juntos. Que así sea para todos vosotros, estéis donde estéis y paséis el verano donde lo paséis. Para todos nosotros, también para mí.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S. I Catedral
12 de julio de 2015
XV Domingo del Tiempo Ordinario