Homilía en el XVIII aniversario de la consagración episcopal

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas: Ex 32,7-14

Sal 15,1-2.5-8.11

1 Cor 4,1-5

Aleluya: Mc 1,17: «Venid conmigo, dice el Señor, y os haré pescadores de hombres

Mc 1,14-20

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, religiosas, seminaristas y fieles laicos;

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

La misa de aniversario de la ordenación del Obispo nos introduce en el misterio de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo su cabeza, representado en la comunidad de los fieles por el Obispo y los presbíteros, sus colaboradores. Su común participación del ministerio sacerdotal de Cristo les une en el ejercicio de mediación de Cristo, al cual representan como único Mediador entre Dios y los hombres. El autor de la Carta a los Hebreos toma por referencia del ministerio de Cristo el sumo sacerdocio de la antigua Alianza para decir: «Porque todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque está también él envuelto en flaqueza» (Hb 5,1-2).

Cristo es el nuevo Moisés en cuya mediación no hay necesidad de complemento y reiteración alguna. Moisés ejerció el ministerio de mediación de la antigua Alianza e interpuesto entre Dios y su pueblo arrancó del corazón misericordioso de Dios el perdón de las infidelidades de los hebreos, de suerte que «el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo» (Ex 32,14). No sólo había llamado Dios a Moisés para acaudillar la marcha de su pueblo hacia la tierra prometida, sino asimismo para representar al pueblo elegido ante Dios y suplicar de Dios el perdón y la misericordia para con su pueblo. Moisés recuerda a Dios que es el mismo Señor quien ha elegido a Israel y que su destrucción, justo castigo por sus pecados, desdice del amor con el que Dios bendijo a los padres de su pueblo prometiéndoles una descendencia mayor que la de las playas marinas.

Conversando con Dios a lo humano, Moisés, con quien Dios «hablaba cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33,11), recuerda a Dios sus promesas y, sobre todo, su amor por los padres de Israel, cuya memoria sirve para la identificación del Dios del pueblo elegido como el «Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Mc 12,26), el Dios para quien los padres de Israel están vivos (cf. Mc 12,27; Lc 20,38). Así Cristo, nuevo Moisés, mediador de una Alianza nueva, ruega a su Padre para que, tomados del mundo los que él le dio sean preservados del mal, para que sean uno y estén defendidos del Maligno (Jn 17,9ss). Una vez glorificado, Cristo Jesús, constituido «sumo sacerdote de los bienes futuros» (Hb 9,11), no necesita reiterar como Moisés y el sacerdocio de la Alianza antigua los sacrificios por los propios pecados y los del pueblo, sino que, «habiéndose ofrecido a sí mismo» (Hb 7,27), «no ha penetrado en el santuario hecho por mano humana, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9,24).

Jesús quiso que este ministerio de mediación se prolongase en sus Apóstoles y, para ello les entregó la potestad de las llaves, para «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18), para «retener y perdonar los pecados» (Jn 20.23). Este ministerio en favor de los hombres, que así se nos ha confiado nos ha convertido en «administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1).

Estas palabras del Apóstol que hemos escuchado en la segunda lectura tienen su propio contexto. Cuando Pablo habla así, trata de defenderse frente a sus acusadores y sabe bien que, aunque tenga fallos humanos, lo importante es la fidelidad al ministerio, porque «en un administrador lo que se busca es que sea fiel» (1 Cor 4,2); y él, Pablo, se mantiene fiel al Evangelio que Cristo le ha entregado y del que le ha constituido mensajero (cf. Rom 1,1; 1 Cor 1,1; 2 Cor 1,1; Gál 1,1.11.15-16; Ef 1,1). La fidelidad es lo verdaderamente importante, sin que podamos escapar del juicio de Dios, ni siquiera cuando no nos acusa nuestra conciencia. En la segunda Carta a los Corintios Pablo llevará su defensa al límite de acreditarse mediante comparaciones, porque en verdad tiene mayores méritos que sus adversarios.

Sucede con frecuencia, ciertamente, que la crítica y la maledicencia obstaculizan el ministerio del Obispo y el de los mismos sacerdotes, pero no es posible ejercer con libertad el ministerio que se nos ha entregado si pretendemos blindar nuestra vida de toda intromisión maledicente de los demás. No me refiero a nada en concreto, sino que trato de comentar los textos sagrados que hemos proclamado y de ponernos bajo la luz que de ellos dimana e ilumina situaciones reales que se producen en la comunidad eclesial; situaciones que la experiencia del ejercicio del ministerio episcopal ayuda a ver con mayor claridad.

La sospecha infundada y la crítica malsana alimentan con frecuencia una visión insidiosa de los hechos, visión sesgada y falaz, que se propaga cuando se les facilita a quienes han hecho del rumor y la descalificación un procedimiento despreciable, falto de toda moral para crear opinión, sin contrastar lo que divulgan, sino a base de dar crédito a quienes les informan porque así necesitan creerlo. Esta maledicencia demasiadas veces tiene en su origen la envidia dentro de la comunidad eclesial, alimentada por el deseo insatisfecho de medrar, e incluso, como el Papa Francisco ha denunciado en ocasiones, por el interés de un protagonismo personalista no satisfecho que el Papa califica de «autorreferencial». Se facilitan así argumentos a quienes se sirven de la religión porque sólo en ambientes de «capillismo» parecen ser alguien, a veces actuando con gran ignorancia, casi siempre en beneficio propio y pretextando amparar los sentimientos religiosos y la piedad supuestamente lastimada de los fieles.

En no pocas ocasiones y desde fuera de la comunidad eclesial, la oposición a la predicación y a la presencia de la Iglesia en la vida pública es de quienes no quieren la influencia del Evangelio sobre la sociedad y la cultura, sobre el orden social y económico y sobre la concepción de la vida. Con todo esto contamos, y lo que nos ha de preocupar es que la oposición y la quiebra de la comunión eclesial operen desde dentro, con informaciones movidas por frustraciones y aspiraciones no satisfechas, por intereses personales alimentados por las concupiscencias que amenazan la vida de los discípulos del Señor.

Nada de esto debe inhibir el ejercicio de nuestro ministerio y hacernos desistir de cuantas acciones exige la fidelidad a Cristo. Por eso es necesario tener presente que lo que importa no es qué digan de nosotros, si no la fidelidad con la que ponemos en juego nuestras facultades al servicio de Cristo y del Evangelio como «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1). No es posible hacerlo sin enojar a algunos, porque —como dice san Juan Crisóstomo— «nosotros no debemos dar los misterios de Dios indiscriminadamente a todos, sino sólo a aquellos a quienes le son debidos y a quienes nosotros debemos atender» (S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre la primera Carta a los Corintios 10,5).

Es decir, se trata de ejercer el ministerio con responsabilidad, sin temor a desagradar a los hombres y buscando el modo evangélico de llevarlos a la conversión, para que se salven. Quien sólo mira no enojar a los que lleva el Evangelio y sirve, no ejerce la caridad pastoral en fidelidad al mandato recibido, sino que se comporta como un perro mudo que deja que el lobo haga presa en las ovejas del rebaño y las disperse, como sucede con quien no es de verdad pastor, «porque es asalariado y no le importan nada las ovejas» (Jn 1013).

Jesús llamó a los Apóstoles, que
eran pescadores del lago de Galilea, para hacer de ellos «pescadores de hombres» (Mc 1,17). También nosotros como los apóstoles, y para una vocación así hemos de ser moldeados por Cristo como pescadores de hombres. Los seremos si somos capaces de sentir con un corazón como el suyo, lleno de amor por los pecadores y los alejados de Dios, igual que por los pobres y los necesitados de bienes humanos y espirituales, necesitados de Dios, la mayor de las pobrezas nos recordaba Benedicto XVI y ahora nos lo trae a la memoria el Papa Francisco. Necesitamos un corazón lleno de celo pastoral que no cultiva la autoestima de un modo enfermizo, protegiendo siempre su imagen, para vivir de ella y no sufrir las consecuencias de la predicación evangélica.

Ser pescadores de hombres lleva a predicar la conversión y el cambio del corazón, llamado al abandono del pecado, en tanto luchamos contra nuestra condición de pecadores, prestos a abandonar la comodidad y a entregar nuestra vida por amor a Cristo y la causa del Evangelio. Ser ministros de la Palabra de la verdad es poner a los hombres ante la imagen del hombre creado en justicia y santidad verdaderas que Dios nos ha ofrecido en Cristo, sobre todo cuando percibimos con claridad en el sucederse de los acontecimientos que la concepción que el mundo tiene de nuestra humana y verdadera identidad responde más a las concupiscencias de la carne que a la inspiración del Espíritu. ¿Acaso hemos de comulgar con los errores y los pecados del mundo porque se hallan generalizados en la sociedad actual y son defendidos con grandes manifestaciones? ¿Acaso hemos de callar la verdad revelada sobre el misterio del mundo y la vocación del hombre a vivir según el designio de Dios en la obediencia de la fe?

Por la debilidad de nuestra humana condición los pastores necesitamos la constante oración de unos por los otros, y la plegaria sostenida de todo el pueblo de Dios, para que nuestro ministerio en favor de los hombres sea el ejercicio fiel de cuanto se nos han confiado «en las cosas que miran a Dios» (Hb 5,1). De la comunión de los presbíteros y diáconos con su Obispo dimana la común entrega por el pueblo santo de Dios, porque como sucesor de los Apóstoles y sacerdote de su grey, el Obispo es el signo visible de la unidad de la Iglesia diocesana y el vínculo de la comunión eclesial de su Iglesia con la Iglesia universal.

Quiera Dios nuestro Señor derramar abundantemente su Espíritu en nuestra Iglesia, para que sostenga e inspire nuestra acción pastoral, y todos, ministros, religiosos y fieles laicos, nos mantengamos en la comunión de la Iglesia, unidos al Sucesor de Pedro, que nos preside en la caridad. Que así nos lo obtenga de Cristo Jesús la maternal intercesora a la Virgen María, madre de Dios y madre nuestra.

S. A. I. Catedral de la Encarnación

Almería, 6 de julio de 2015

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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