Homilía del Obispo de Cartagena, durante la celebración en la que lo nombraron Custodio Honorario Perpetuo de la Virgen de las Huertas.
La celebración de la Eucaristía en este tiempo de septiembre nos acerca al corazón de la Santísima Virgen María, no sólo de una manera simbólica, sino expresando nuestro agradecimiento a la Madre de Dios por su protección y cuidado, por estar atenta a tantas de nuestras necesidades y por escuchar nuestros cantos de alabanza a ella, que es nuestro modelo.
Yo os encomiendo hoy a la Virgen de las Huertas, a la mujer elegida por Dios, al mejor modelo de fe, a la gran mujer que nos ha traído al Salvador: «Una estrella, tan divina y celestial, que, con ser estrella, es tal, que el mismo Sol nace de ella» (Liturgia de las Horas, en el día 8 de septiembre). ¡Cuantas cosas bellas se han dicho de la Virgen! ¡Cómo se ha utilizado el lenguaje para resaltar las maravillas que Dios ha hecho en María! También nosotros podemos decir eso, porque le llamamos Madre y Reina de nuestros corazones. Así la tenemos y así nos sentimos todos los lorquinos bajo la mirada de una Madre que no muere.
Tenemos motivos para venerar la figura de la Santísima Virgen María, Madre de Dios. María está en el catálogo de las grandes mujeres de la historia, por gracia de Dios y por méritos propios. Ha sido la mujer fuerte y fiel que ha mantenido su palabra siempre, aún en situaciones muy difíciles. Su vida y testimonio son admirables para todos. A pesar de que a muchos les ha gustado mantener una opinión de que la mujer no cuenta, o de que ocupa un papel secundario en la historia de la Salvación, no sólo se equivocan, sino que, además no es verdad. En la Sagrada Escritura se valora mucho el papel de la mujer en la Historia de la Salvación y se considera de muy noble, desde el Antiguo Testamento, hasta el Nuevo.
A todos vosotros os invito a reflexionar sobre lo que supone decir, «soy de María»: Imitar a la Santísima Virgen María como modelo de confianza en Dios, entregada a la Voluntad de Dios sin reservas. Esto es lo que nos inspira la Sagrada Escritura, ya en el protoevangelio, que ve en la mujer a la aliada de Dios. María es aliada de Dios por excelencia con un «sí» incondicional.
La Sagrada Escritura presenta una tendencia clara a resaltar la figura de la mujer en la Historia de la Salvación y de las virtudes que nos sirven de ejemplo, como el caso de Rut, la moabita, ejemplo de piedad para con sus parientes y de humildad sincera y generosa. Compartiendo la vida y la fe de Israel, se convertirá en la bisabuela de David y en antepasada del Mesías. Mateo, incluyéndola en la genealogía de Jesús (1, 5), hace de ella un signo de universalismo y un anuncio de la misericordia de Dios, que se extiende a todos los hombres.
Cuando hablamos de María, cantamos sus alabanzas y las virtudes con que Dios le ha bendecido, igual que a las grandes mujeres de la historia de Israel. Al final del libro de los Proverbios se esboza el retrato de la mujer ideal que, lejos de representar un modelo inalcanzable, constituye una propuesta concreta, nacida de la experiencia de mujeres de gran valor: «Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas…» (Pr 31, 10). La mujer bíblica que narra la literatura sapiencial supera todas las expectativas cuando su corazón es fiel a Dios: «Engañosa es la gracia, vana la hermosura; la mujer que teme al Señor, ésa será alabada» (Pr 31, 30).
En este contexto, el libro de los Macabeos, en la historia de la madre de los siete hermanos martirizados durante la persecución de Antíoco IV Epífanes, nos presenta el ejemplo más admirable de nobleza en la prueba. Después de haber descrito la muerte de los siete hermanos, el autor sagrado añade: «Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer», expresaba de esta manera su esperanza en una resurrección futura: «Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes»» (2 M 7, 20¬.23).
La madre, exhortando al séptimo hijo a aceptar la muerte antes que transgredir la ley divina, expresa su fe en la obra de Dios, que crea de la nada todas las cosas: «Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo; antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia» (2 M 7, 28-¬29). Por último, también ella se encamina hacia la muerte cruel, después de haber sufrido siete veces el martirio del corazón, testimoniando una fe inquebrantable, una esperanza sin límites y una valentía heroica.
En estas figuras de mujer, se manifiestan las maravillas de la gracia divina y se vislumbra a la que será la mujer más grande: María, la Madre del Señor. Basta destacar el aspecto que hizo saltar de admiración a su prima Isabel: la fe. Cuando todos habían huido, estaban junto a la cruz de Jesús Juan y María, la mujer serena y valiente culmina en el calvario su fidelidad al «sí» de la anunciación. Cuando en otros pudo más el miedo que la fe, Ella estaba junto a su Hijo agonizante como la bíblica mujer fuerte que no desfallece, porque su amor es más fuerte que el dolor. María entendió como nadie el misterio de la cruz, el misterio de un salvador completamente derrotado, el misterio de una fuerza salvadora que daba imagen de debilidad. Y no desfalleció porque captó, con su profunda fe y firme esperanza, que aquella muerte desembocaría en resurrección y sería fuente de vida para tantos y tantos hombres y mujeres que a lo largo de la historia serían seguidores de Jesús.
La firme fe de la Santísima Virgen María nos ha valido a nosotros, que nos sentimos ayudados y protegidos por la Madre de Dios, por esto os invito a pedir a Dios el regalo de la fe. Por mi parte, me queda dar las gracias a la Cofradía de la Virgen de la Huertas por este regalo de ponerme a sus pies, de hacerme recordar todos los días la importancia de mirarle a la cara e imitar su valentía para decirle un «sí» muy grande a Dios. Le doy las gracias a los padres franciscanos por su hospitalidad y por sus desvelos por mostrar el rostro de María a todos los lorquinos.
Que la Santísima Virgen, Nuestra Señora de las Huertas, os conceda el don de la confianza en Dios, la valentía para seguir adelante, para no dejarse llevar por el miedo a nada. Que Dios os conceda todo lo bueno que os deseo desde el corazón. Dios os bendiga.
+ José Manuel Lorca Planes
Obispo de Cartagena