Por nuestros difuntos

Carta Pastoral del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.

La fe cristiana nos enseña que hemos nacido para vivir eternamente, primero en la etapa de la vida terrena, después en la etapa eterna con Dios y con los hermanos. Y que nuestra suerte depende del amor de Dios misericordioso y de nuestras obras en correspondencia a ese amor. Dios nos ha creado para la vida, y para la vida feliz en la eternidad del cielo. Ahora bien, no nos llevará con El forzadamente, sino por la colaboración libre de nuestra voluntad y nuestros actos. La fe nos habla de «otra vida» más allá de la muerte, pues no acaba todo con la muerte, sino que seguiremos viviendo para siempre.

El culto a los difuntos se basa en esta certeza. Si no creyéramos en la otra vida, a qué viene la veneración y el culto a los difuntos. Pues no se trata simplemente de un recuerdo nostálgico de aquellos con los que hemos compartido una etapa –más o menos larga- de nuestra vida pasada, sino de la certeza de que están vivos, a la espera de una plenitud, que llegará en el último día de la historia de la humanidad. Los difuntos nos hablan, por tanto, no sólo de pasado, sino de futuro. Allí donde ellos han llegado, llegaremos cada uno de nosotros, no sabemos cuándo.

La vida del hombre sobre la tierra reviste ese tono de dramatismo, por el hecho de estar sometido a fuerzas contrapuestas, que le llevan a la lucha entre el bien y el mal en su propio corazón y en el escenario de la historia de la humanidad. Nacidos para el cielo, nacidos para Dios, el hombre experimenta la tentación constante de apartarse de Dios, porque lo considera su rival, corriendo el riesgo de perderse eternamente. En esta lucha dramática, la más importante de nuestras tareas, nuestra preocupación estriba en aprender a amar de verdad, para saciarnos plenamente de Dios, que nos llama al amor eterno. Pero también constatamos que muchas veces nos invade el egoísmo, el desamor, todos los vicios capitales, que nos apartan de Dios y de los hermanos.

De nuestros hermanos, que han cruzado el umbral de la muerte, tenemos la certeza de que algunos ya están con Dios, han llegado a la meta con éxito pleno. Son los santos, muchos de los cuales han sido canonizados por la Iglesia, otros muchos más sin canonizar, pero que han recorrido el camino de su vida terrena con éxito, aprendiendo a amar hasta el extremo. Por estos no rezamos, sino que ellos son nuestros referentes, nuestros hermanos mayores que nos ayudan en esa lucha dramática de la vida terrena.

Otros, sin embargo, están en fase de purificación hasta llegar a la plenitud del amor. Habiendo muerto en la amistad de Dios, hay cicatrices de pecados anteriores que han de ser restauradas, hay egoísmos recónditos que han de ser transformados en amor, hay deudas de amor que sólo se curan en el sufrimiento. Estas son las almas de nuestros hermanos difuntos, que todavía no han llegado al cielo, pero que sin embargo ya han alcanzado la salvación eterna. Por estos rezamos, porque nuestra oración les llega y les hace bien. Por ellos participamos de la cruz de Cristo, en el ayuno y la penitencia, para reparar lo que hicieron mal, y nosotros podemos resarcirlo en solidaridad fraterna.

Cabe la suerte de los que libremente se han apartado de Dios para siempre en el infierno. Por esos no podemos rezar, porque la condenación es eterna, y en el infierno es imposible poder amar. No nos consta de nadie, que viva esta situación. Solamente los ángeles caídos, los demonios, que se rebelaron contra Dios y fueron arrojados al infierno, sin posibilidad de redención. Jesús nos avisa en su evangelio de este peligro en nuestra vida, no para asustarnos, sino para mostrarnos que sería una terrible desgracia vivir sin el amor de Dios para siempre, siempre.

En estos días traemos a nuestra memoria a todos los difuntos, para vivir la comunión con ellos en el amor. Visitamos nuestros cementerios, ofrecemos sufragios en favor de sus almas, y de paso caemos en la cuenta de nuestra suerte eterna, para desear el cielo, para purificarnos ya aquí en la tierra, participando de la cruz de Cristo, para acrecentar la esperanza en Dios que nos llama a vivir con él.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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