Artículo semanal de Mons. del Río, Obispo de Asidonia – Jerez. El sacramento mediante el cual el cristiano se pone en paz con Dios y con los hermanos recibe diversos nombres: conversión, penitencia, confesión, perdón, reconciliación. Cada uno de ellos representa un aspecto del reencuentro con el Buen Padre Dios. Sin embargo, esta oferta de gracia y perdón lleva muchos años en crisis debido: “por un lado el obscurecimiento de la conciencia moral y religiosa, la atenuación del sentido del pecado, la desfiguración del concepto de arrepentimiento, la escasa tensión hacia una vida auténticamente cristiana; por otro, la mentalidad a veces difundida de que se puede obtener el perdón directamente de Dios incluso de modo ordinario, sin acercarse al sacramento de la reconciliación, y la rutina de una práctica sacramental acaso sin fervor ni verdadera espiritualidad” (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitencia, 1984). A todo esto hay que añadir el incremento de la secularización de la vida cristiana y, en no pocos casos, la falta de celo pastoral de algunos sacerdotes en la administración de este sacramento. Por eso mismo, Benedicto XVI insiste tanto en redescubrir y volver a proponer el sacramento de la reconciliación que pacifica los corazones (cf. Discurso 19/2/2007; Homilía 11/5/2008).
Porque lo cierto es que el pecado sigue existiendo, basta con contemplar el panorama diario del mundo, en el que abundan violencia, vejaciones, egoísmos, envidias y venganza. Todo eso no es un invento de la Iglesia para tener atemorizada a la gente, como dicen algunos. El mal está ahí y hace estragos en el corazón de las personas y de los pueblos. Además, no podemos vivir sin la experiencia personal del perdón, porque sería renunciar a la paz y a la tranquilidad de la conciencia que nos vienen dadas por la muerte y resurrección de Cristo. Esto no puede ser suplido por ningún gabinete psicológico, porque la confesión no es un desahogo, sino la necesidad vital de cicatrizar las heridas de los pecados mediante el reencuentro con Dios y con la comunidad expresado en la celebración del sacramento de la penitencia según lo dispuesto por la Iglesia.
Admitida la realidad del pecado y la necesidad de purificación que todos tenemos, surge una cuestión: ¿por qué hay que acudir a un sacerdote y decirles nuestros pecados? El penitente encuentra en el sacerdote, no al individuo particular, sino a un ministro de Cristo y de la Iglesia. El Señor se ha revelado al hombre por medio de nuestra carne, ello demuestra que su gracia salvadora siempre nos llega a través de signos y lenguajes propios de nuestra condición humana. Nosotros tenemos necesidad de saber que Dios nos ha perdonado. Por eso requerimos de alguien que, revestido de la potestad de “perdonar y retener” que Cristo dio a sus discípulos (cf. Mt 18,18; 16,17-19; Jn 20,19-23), nos dé la certeza interior de haber sido realmente perdonados y acogido por Dios. Solos, nunca sabríamos si lo que nos ha alcanzado es la gracia divina o la propia emoción.
La confesión no es un juicio de condena, sino la presencia del amor misericordioso de Dios, fuente de la paz, alegría y consuelo que se reciben por la absolución. De ahí, la necesidad de recurrir a ella con frecuencia, porque siempre hay errores y debilidades. Pero antes es necesario ahondar en nuestro interior a través del examen de conciencia que preparará al penitente a los actos que ha de realizar: contrición, confesión, y satisfacción (cf. Catecismo, 1450-1460). Al final, lo que comenzó con el abandono de la casa paterna y las podredumbres de las miserias humanas, termina con la fiesta del encuentro: “porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,24). ¡Qué hermoso pensar que cada uno de nosotros puede ser ese hijo pródigo!
+Juan del Río Martín
Obispo de Asidonia-Jerez