“Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia” (Mc 16,15)
“Ahora sí, hijo mío, ahora sí”
Antonio Viera Rodríguez
Me han pedido que escriba, en nuestra hoja informativa de la Delegación para el Clero, un testimonio sobre mi partida a la misión ad gentes el próximo curso. Y lo primero que me vino a la mente es algo, muy sencillo y experimentado en otras ocasiones, pero que me sigue conmoviendo: percibir, desde una mirada de fe, cómo el tiempo de Dios no es el mío, no es nuestro tiempo. Dios tiene su propio, único e irrepetible momento para llevar adelante el proyecto que Él ha soñado para cada persona.
Saben ustedes que llevo varios años solicitando poder ir a misiones; y ahora, cuando menos lo esperaba, cuando pensaba que algo había fallado en el discernimiento, que quizás era más un deseo personal que proyecto Dios… envuelto interiormente en estas reflexiones, que además lo vivía con paz, y cuando me encontraba realizando los ejercicios espirituales de este año, llega el momento, el tiempo de Dios: “Ahora sí, hijo mío, ahora sí”. Sin duda, necesito conversión. Necesito seguir convirtiéndome a la confianza en el Señor Jesús, “al ver esto, Simón Pedro se postró a los pies de Jesús diciendo: apártate de mí, Señor, que soy un pecador… No temas desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,8-10)
Ya desde adolescente sentía este impulsó a la misión. Recuerdo cuando la Delegación de Misiones estaba en las HH. Nazarenas y D. Eulalio era el delegado. Allí acudía cada semana a hacer alguna tarea para las misiones (paquetes para los misioneros y misioneras, preparar la propaganda para el Domund u otra campaña…). Recuerdo también guardar todos los sellos de correos, porque ayudaban a las misiones… Son pequeñas experiencias con las que el Señor me iba preparando hasta tomar conciencia de esta llamada.
Experiencia fundamental, en el 2002. Siendo responsable del Centro Diocesano de Solidaridad con los Pueblos Empobrecidos, tuve la oportunidad de pasar un mes en Mozambique, con los misioneros y misioneras combonianas.
En los días previos a iniciar el viaje, escribí en el cuaderno de vida: “Necesito prepararme para vivir esta experiencia en profundidad, para salir al encuentro del Dios que me espera. Dejar que el Espíritu actúe en mi interior, gestando su obra, para que todo lo vivido sea fecundo. Descubro tres claves necesarias a cultivar siempre, pero quizás con más intensidad en estos momentos y una vez que me encuentre con la realidad de aquellas gentes: Preparar la mirada, para estar atento a lo que pasa, a las personas, a su entorno, a los pequeños detalles, descubrir el “alma” de aquel pueblo… Algo así como Jesús miraba, mirada penetrante, profunda, dirigida al corazón de las personas, al centro de los acontecimientos, para no quedarme en lo superficial. Que nada de lo que acontece ante mis ojos no tenga una referencia y encuentre eco en el evangelio. Preparar el oído: para escuchar lo que el Señor quiere decirme a través de las personas con las que me voy a encontrar. Estar atento a sus gritos de dolor, a sus expresiones de alegría y gozo, a escuchar sus esperanzas y asumirlas. “He oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias” (Ex 3,7). Y preparar el corazón, con entrañas de ternura, de compasión y misericordia, para acogerlo todo como María “guardaba estas cosas en el corazón” y presentarlo ante el Padre. Y concluía con esta súplica: “¡Haz, Señor, que mi corazón se resquebraje, se rompa, se parta y reparta! ¡Que sea sacramento del amor y la ternura del Padre!”
El encuentro con el pueblo mozambiqueño, con sus comunidades cristianas; impresionado por la simplicidad, el coraje, la alegría, la fiesta, la fe y esperanza. El encuentro con la vida de tantos misioneros y misioneras que fui conociendo, me marcó definitivamente. Allí sentí que el Señor me invitaba a entregar, al menos algunos años de mi ministerio, como misionero.
Al regresar de aquella experiencia anoté, de nuevo en el cuaderno de vida y misión que me había acompañado en el viaje: ¿Por qué tanto dolor, tanta muerte? Yo sé que Tú escuchas el grito de tu pueblo sufriente y pobre, Señor. Que, en esta noche, fría y oscura, sepa tender hacia los más débiles manos de solidaridad y esperanza. Y, como el pequeño Samuel, le dije al Señor: “Aquí estoy Señor, dispuesto, envíame”. Y el Señor me envío, a otra misión, a vivir y experimentar la espiritualidad del cuidado. Durante catorce años estuve pendiente de cuidar de mis padres que comenzaban a vivir los achaques de la última etapa de la vida, hasta que marcharon en paz al encuentro definitivo con el Padre.
Una vez finalizada esta etapa, coincidía con los 25 años de ministerio y me parecía un buen momento para hacer una parada, realizar el año pradosiano y después marchar a misiones. Así que volví a contarle al Señor de mi disponibilidad, ¿Puedo ir ya? Pero no debía ser aún el momento… y me envió a la Parroquia Virgen de la Vega y más tarde San Cristóbal y San José y al CIE de Barranco Seco, en la Pastoral de Migraciones. Y estando allí tuve también la oportunidad de hacer experiencias misioneras los veranos en Centroamérica (Nicaragua y Honduras). Esta experiencia mantenía vivo en mí la pasión por la misión, de la cual hacía partícipe a las Comunidades parroquiales, dando a conocer la realidad de aquellos pueblos, así como colaborando en proyectos solidarios. Estoy convencido que nuestra Iglesia diocesana, cada una de nuestras comunidades, cada asociación y grupo cristiano, cada cristiano debe sentir este envío misionero, “Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia” (Mc 16,15) allí donde están y de la manera en que el Señor les llame.
¡Ahora empiezo a comprender! Ahora me viene a la memoria aquella parábola que Dolores Alexandre recoge en una de sus obras, “La sabiduría de la anciana abadesa” (1). Como la hermana Clara, el Maestro me fue enseñando a ser débil y a sentirme pequeño, a experimentar el sufrimiento del otro como el mío propio, “a tocar el cuerpo de Cristo en el cuerpo llagado de los pobres” (Papa Francisco), a nombrar a tantos innombrables. Aprendí a acoger, a abrir las puertas del corazón; experimenté que los pobres, las personas migrantes y refugiadas, los más vulnerables, me estaban evangelizando. Aprendí a no mirar para otro lado ante las injusticias y la vulneración de los Derechos Humanos… y así mi corazón se fue llenando de rostros, de nombres, de historias… “Ahora sí, hijo mío, ahora sí”.
La hermana Clara “se dejó querer y recobró la paz. Cuando regresó al monasterio, la Madre abadesa la miró gravemente: la encontró más humana, más vulnerable. Tenía la mirada serena y el corazón lleno de
nombres. ‘Ahora sí, hija mía, ahora sí’. La acompañó hasta el gran portón del monasterio, y allí la bendijo imponiéndole las manos. Y mientras las campanas tocaban para el Ángelus, la hermana Clara echó a andar hacia el valle para anunciar allí el santo Evangelio…”
Este tiempo de preparación, lo estoy viviendo con alegría y agradecimiento profundo al Señor, a nuestra Iglesia diocesana por la generosidad de compartir, desde su propia pobreza, como la viuda del evangelio, de lo que le es necesario para vivir (Lc 2, 1-4); a los hermanos y hermanas de camino, que comparten esta alegría conmigo.
También, no lo escondo, que con cierto desgarro interior, pero que no me quita la paz y la serenidad, pues la llamada a la misión es más fuerte y me educa en aquella pobreza evangélica que tan bellamente describió Pedro Casaldáliga:
No tener nada.
No llevar nada.
No poder nada.
No pedir nada.
Y, de pasada,
no matar nada;
no callar nada.
Solamente el Evangelio, como una faca afilada.
Y el llanto y la risa en la mirada.
Y la mano extendida y apretada.
Y la vida, a caballo, dada.
Y este sol y estos ríos y esta tierra comprada,
por testigos de la Revolución ya estallada.
¡Y “mais nada”!
Marcho a Venezuela, a la diócesis de Acarigua-Araure, en el Estado de Portuguesa. Voy con mucha ilusión y deseando ponerme al servicio de la Iglesia que peregrina en Venezuela, tan golpeada; acompañar al pueblo empobrecido que cree, sufre y espera; colaborando al conocimiento de Jesucristo y a la evangelización de los pobres.
Y un ruego, pidan al dueño de la mies que gaste mi vida con alegría, ilusión y entrega, sin condicionamiento alguno. Que sea un humilde y valiente servidor del Evangelio y del Reino. Yo rezaré por nuestra Iglesia diocesana y por nuestro presbiterio. Pues les llevo en el corazón.
¡Gracias hermanos!
(1) Cuento que recoge Mª Dolores Alexandre en su obra, Círculos en el agua. La vida alterada por la Palabra, Ed. Sal Terrae, 1975, Santander, pags.243-245.
(Publicado en DELEGACIÓN PARA EL CLERO – Hoja Informativa nº 18 – Julio 2021).
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