Juan Ignacio Gómez-Luengo participó en la misión el verano de 2017 y desde entonces colabora con la Delegación de Misiones
¿Cómo surgió la idea de realizar un tiempo de voluntariado en Picota?
Había viajado por turismo a algunos países con anterioridad y el año 2016 estuve en El Salvador en donde conocí a Jesús, un misionero español que se encontraba allí en misión y con él tuve un breve contacto con su misión y la inmensa labor que hacían en esa tierra tan necesitada de paz. Ésta leve experiencia misionera me creó una inquietud de conocer más profundamente la vida misionera. Mi hermana que colabora con la Delegación de Misiones de Córdoba me comentó que se estaba organizando la experiencia en Picota para laicos para el siguiente verano y no dudé en apuntarme para el verano de 2017.
¿Qué recuerdas de aquella experiencia misionera?
Desde el primer momento con las reuniones en la Delegación de Misiones para preparar la experiencia hasta el regreso a Córdoba tras nuestro mes en Perú fue un cúmulo de ilusiones, sensaciones y alegría que es muy difícil olvidar. La convivencia con el grupo que fuimos aquel año, la que tuvimos con los sacerdotes cordobeses que estaban en Picota y las hermanas de las distintas congregaciones que atienden la misión y la que sobre todo tuvimos con la gente de allí y las dispersas comunidades a las que nos acercamos en visitas pastorales fue en todo momento motivo de gozo. Estar allí como miembro enviado de la iglesia cordobesa para compartir con nuestros hermanos peruanos la fe que nos une a todos es una experiencia que te marca no solo en esos días, sino para el resto de tu vida.
¿Qué te enseñó la gente que te encontraste allí?
Lo que más me impactó es la importancia de la comunidad para vivir la fe. En aquellos poblados a los que tuvimos la suerte de desplazarnos, retirados de todos sitios, donde en muchos casos sólo reciben la visita de un sacerdote una vez al año, encuentras que tienen una fe muy viva sostenida por la propia comunidad. Es increíble ver que con tan poco soporte externo son capaces de mantener su pequeña capilla y toda la vida espiritual en torno a ella. Los días que pasábamos por su comunidad, al ir nosotros acompañando al sacerdote, se aprovechaba para celebrar los sacramentos y era curioso vivir en una misma celebración bautizos, comuniones y bodas de varios de sus miembros y que previamente la habían preparado con sus catequistas. Ese día era un día grande para ellos en donde participaba toda la comunidad, ya fuese laborable o festivo, y todos aportaban decorando la capilla, cantando en el coro o preparando la comida para celebrar. El poder participar de ese día con ellos era también para nosotros una fiesta y momento de enorme emoción.
¿Cómo cambió tu vida al volver a tu vida cotidiana?
Indudablemente una experiencia así te marca si la vives con intensidad y desde el prisma de la fe. Al volver a la rutina hay muchas cosas que empiezas a verlas de otro modo distinto al que estabas acostumbrado. Caes en la cuenta que mucho de lo que tienes te ha venido regalado y que se te ha dado sin merecerlo. Que formas parte de una iglesia que en muchos lugares del mundo se juega la vida a diario por los más desfavorecidos y que ésta iglesia además de prestar ayuda material sobre todo lo que llevan es un mensaje de alegría con el evangelio. Todo esto hizo que a mi vuelta quisiera aportar un poquito a hacer ver a los demás la importancia de la iglesia misionera.
¿Mantienes todavía vinculación con la misión diocesana?
Mantengo el contacto sobre todo con las hermanas Obreras del Corazón de Jesús que conocí en Picota y con las que tuve la oportunidad al año siguiente de conocer sus misiones en Paraguay y Argentina, también con alguno de los sacerdotes y seminaristas que también han pasado por allí. Desde mi vuelta, colaboro con la Delegación de Misiones que está muy pendiente de nuestra misión diocesana.
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