El padre Israel Risquet nació el 26 de julio de 1976, en Sevilla. Para este sacerdote perteneciente al clero diocesano, párroco de la Sagrada Familia, “ser sacerdote en la actualidad supone como en todas las épocas una gran bendición y a la vez, un escándalo. Bendición porque incluso en mis debilidades y pecados Dios va realizando su obra a través de mi, Él no elige a los capacitados, sino que capacita a los que elige; ni te imaginas cuántos milagros he experimentado en esta pandemia, estoy abrumado de la necesidad de esperanza y cómo el sacerdote, cuando dice las palabras de Jesús, saca a las personas del miedo, es increíble. Escándalo porque el mero hecho de ir vestido de sacerdote con clériman, es saberte abierto 24 horas al servicio, y muchos sufren y no aceptan ese misterio, responden despectivamente o con rechazo ante la presencia de lo trascendente”, reflexiona.
Israel fue consciente de su vocación cuando estudiaba la licenciatura de Historia del Arte en la Universidad de Sevilla, y más concretamente en un encuentro de jóvenes con Juan Pablo II en Cuatro Vientos (Madrid), con motivo de la canonización de Santa Ángela de la Cruz, específicamente después del testimonio personal del Papa, “serían las 18:30h, aproximadamente, como diría san Juan”.
Así, fue un proceso que inició en su vida cuando se acercó a la Hermandad de la Sed, tendría unos 16 años y ni siquiera había recibido la Primera Comunión. La vida de hermandad le acercó a todo un mundo desconocido para él: La Iglesia.
Su párroco para ese entonces le recomendó asistir a las Catequesis de las Comunidades Neocatecumenales y al grupo joven. “Todo ello contribuyó a ir madurando la búsqueda del sentido de mi vida”.
“Dios que me creó, ¿Para qué me creó?”
Sin embargo, la revelación de su vocación sacerdotal no fue tan clara hasta una tarde que asistió al convento de las Hermanas de la Cruz, y viendo a aquellas mujeres ¡quería quedarse allí!, “entonces lo supe, Dios me quería para Él”.
Tras su ordenación sacerdotal el 5 de septiembre del 2010, ha vivido mi ministerio con mucha ilusión, “intentando que cada día fuera igual al día que recibí el Sacramento, un torrente de bendición”.
Recuerda siempre las palabras que escuchó en las Carmelitas de San Calixto de Córdoba donde hizo los Ejercicios Espirituales antes de la ordenación: “Sacerdote, celebra tu misa, como si fuera tu primera misa, como si fuera tu última misa, como si fuera tu única misa”.
Los pilares de su fe
La formación recibida en las Comunidades Neocatecumenales ha sido fundante. “Aprendí el trípode que sostiene mi vida cristiana, es decir, la Palabra de Dios, la Liturgia y la Comunidad (sin una comunidad, solo, es muy difícil vivir el cristianismo).
Afirma que ahí están contenidas las bases sobre las que se levanta su vocación y ello comprende, como es obvio: celebrar la Misa diaria, confesión semanal con el director espiritual, rezar la Liturgia de las Horas y la oración personal escrutando la Palabra de Dios de cada día, el Rosario…y algo fundamental, la formación permanente.
“Querría añadir que también un pilar indiscutible es mi familia de sangre, vivo muy unido a mi hermana, con su esposo y mis dos sobrinos, me ayudan a aterrizar en la realidad y compartir la vida con ellos”, subraya.
Enamorado de la vocación
Israel vive la vida cotidiana tratando de mantener la tensión del combate de la fe. “Desde que me levanto con el serviam, (como S. Juan Pablo II al bajar del avión en sus visitas apostólicas), hasta que me acuesto, al rezar las Completas y hacer el examen del día”.
“Lo primero después de ofrecer mi jornada es correr media hora escuchando música rock. Después rezo los Laudes con los voluntarios que abren la Parroquia y, posteriormente celebro la Santa Misa. Cada día tengo dedicada una mañana a una misión pastoral: confesar a las monjas de S. Clemente, mi director espiritual, el colegio diocesano, el Santísimo los jueves, visitar a los enfermos y celebrar la Santa Misa en una residencia de mayores…retomo la tarde atendiendo el despacho, recibiendo a personas, coordinando las catequesis, Cáritas,…ahora por la pandemia me siento en la sacristía que es amplia y ventilada para confesar antes de la Santa Misa y rezo el Santo Rosario con los fieles. Después suelo acompañar en las celebraciones a las Comunidades Neocatecumenales”.
“Una de las bendiciones que me dio el Señor es que mi hermana vive muy cerca, así que almuerzo y ceno en familia, es un gran regalo, ir a la mesa solo es una de las cosas más duras del Ministerio. No tengo día libre porque no tengo nada de qué liberarme, me encanta mi vocación”, afirma.
Sobre la Eucaristía
“Para que los demás se enamoren de la Eucaristía lo primero es que el que la celebra lo esté”, afirma, por tanto, “Dime cómo celebras y te diré qué sacerdote eres”.
Para Israel, “no se puede entregar vida eterna si no creemos que estamos celebrándola”. En cada Eucaristía celebrada, el sacerdote misteriosamente “pierde un poco la vida, eso los fieles lo perciben”, asegura. “Si fuéramos conscientes de Quién es ese que está ahí en la Eucaristía, ni siquiera dormiríamos tranquilos deseando ir a celebrarlo. Pero si la presencia de Jesús Eucaristía no va acompañada de reconocer Su presencia misteriosa en los pobres y enfermos, la vivencia de la transmisión de la Eucaristía queda desdibujada.
Ministerio sacerdotal
Este sacerdote diocesano estrenó su ministerio sacerdotal como secretario personal unos meses de monseñor Juan José Asenjo. “Con él aprendí a servir sin reloj. Tenga uno toda la tarea pastoral que tenga, no puede abandonar la vida interior, la oración principalmente; siempre sacaba tiempo para rezar, si íbamos a mediodía a un servicio pastoral, ya llevaba la Liturgia de las Horas rezadas, y en el coche siempre rezábamos el Rosario. Además, esos meses me proporcionaron una visión de la Iglesia y de la Archidiócesis muy completa en todos sus ámbitos”, rememora.
Después ha sido capellán por siete años de Las Salesas y actualmente es confesor de otro monasterio, San Clemente. “Una experiencia muy ungida por la gracia del Señor. La paz con la que vivo mi vida diaria en todos sus ámbitos y poder trascenderlo todo constantemente se lo debo a mis monjas”, agradece.
Al mismo tiempo de ser capellán y confesor fue destinado a la Parroquia de la Sagrada Familia, primero como vicario parroquial un par de años y desde hace ocho como párroco. Ahí es donde “me he hecho cura”, afirma.
“Uno sale del seminario con muchas ganas y algún que otro pajarillo en la cabeza, pero es el estar con la gente lo que te hace aterrizar en sus vidas. El Pueblo cristiano te mete en la Misión, esta parroquia es una gran familia: Los parroquianos de toda la vida, el Colegio Diocesano con más de 300 alumnos, las diecisiete Comunidades Neocatecumenales con cinco familias misioneras repartidas por el mundo, tres seminaristas y un neopresbitero ordenado en junio del pasado año, y las distintas pastorales de Catequesis, Cáritas, la Pastoral de la Salud, los jóvenes de Corazones Cruzados…me han llenado el corazón de nombres concretos y vidas maravillosas; fuimos creados para relacionarnos y si en esa relación les anuncias la Buena Noticia y ves sus efectos, es una pasada”.
Si tuviera que destacar una dimensión que ha fortalecido y redescubierto en su ministerio es la Misión, “la Sagrada Familia es una parroquia eminentemente misionera”
Santa Ángela de la Cruz y San Juan Pablo II
En el ejercicio de su ministerio cobra especial relevancia el testamento espiritual de Santa Ángela de la Cruz: No ser, no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera. “Estas palabras las grabé en mi cáliz y trato de llevarlas a mi vida cada día”.
“Me identifico con Madre Angelita que me robó el corazón y con san Juan Pablo II. Ambos tuvieron una infancia muy dura y difícil, como yo, con mucha pobreza y adversidades, y en ambos santos, como en mi vida, Dios actuó de forma impresionante”.
De Santa Ángela le sedujo su pobreza. “Las Hermanas de la Cruz son santa Ángela, miro sus vidas y me digo: como ellas, “si posible fuera”, pero en cura, al menos intentarlo. Las miras y ves felicidad en su entrega y pasión por la misión”.
San Juan Pablo II, por su parte, cruza toda su vida. “Me identifico muchísimo con él: huérfano como yo, su seminario precario y clandestino, un poco como el mío por tener que vivir externo cuidando de mi abuelita materna catorce años”.
“El Papa san Juan Pablo II era un coloso de Dios y sabía cómo llegar a lo profundo del corazón de un joven, nada fácil en nuestra cultura. Cuando lo vi en Sevilla en el Congreso Eucarístico del año 1993 y desde la Giralda nos dirigió sus famosas palabras de: “No tengáis Miedo, abrir las puertas a Cristo”, me sedujo, y hasta hoy. Gracias”.