Después de una Semana Santa intensa, nos situamos en el Segundo Domingo de Pascua, un tiempo, el pascual, que se inicia en la Vigilia de la noche del Sábado Santo y en el que los cristianos, a través de la liturgia de la Iglesia, durante cincuenta días vamos a festejar el misterio más grande de nuestra fe: la resurrección del Señor.
El domingo anterior se nos narraba en el Evangelio cómo fue el momento del descubrimiento de la tumba vacía y la reacción de los primeros en descubrir que el cuerpo de Jesús ya no se encontraba allí, en el amanecer del tercer día. Las primeras en tener esta experiencia, en conocer e informar de esta buena y gran noticia son las mujeres, lo cual es significativo en una sociedad dominada por los hombres. Después vemos a Pedro, el principal de los discípulos y el que negó a Jesús la noche de su prendimiento, y a Juan, el discípulo fiel y amado, como los primeros varones en confirmar lo anunciado por las mujeres. Vemos en Pedro la misericordia y en Juan la fidelidad del Resucitado.
Y ahora pasamos del sepulcro vacío, que se pude interpretar de muchas maneras, a los hechos de las apariciones del Resucitado, una experiencia de fe inolvidable para quienes la tuvieron y que les transformó interiormente con una fuerza indescriptible, hasta el punto de que los que huyeron cuando la muerte de Jesús, llegarán a dar su vida por él a través del martirio. He ahí lo que supuso la resurrección y el encuentro del Resucitado para los primeros cristianos, y para tantos a lo largo de los siglos posteriores. He ahí el tema central del relato de hoy: la fe recibida como testimonio y la fe vivida como experiencia personal.
El acontecimiento tiene lugar al anochecer, tiempo que nos recuerda a una comunidad cristiana envuelta en la crisis de fe provocada por la crucifixión del Maestro y Señor; y con las puertas cerradas, actitud de quienes están llenos de miedo y viven de manera oculta y clandestina, temerosos porque se mantienen en el pasado del dolor y del sufrimiento, sin ningún tipo de esperanza. Así se encontraba la primera comunidad cristiana cuando sucede el encuentro con el Resucitado. Cristo supera toda barrera e impedimento humano y se coloca en su lugar, en el centro y en medio de la comunidad creyente, en el centro de la fe que ilumina la ceguera de la falta de fe.
Jesús les dona su paz y la misión de ser sus testigos y continuadores de la obra por él iniciada: el anuncio del Reino de Dios y de su Buena Noticia. Donde está el Señor hay paz y no hay divisiones ni violencia. Donde están sus testigos, está el Señor.
Jesús dona a la comunidad el don del Espíritu Santo, que posibilita el poder realizar y celebrar los sacramentos, subrayando el de la misericordia y perdón de los pecados, dando poder a la Iglesia para llevar esta acción sacramental en nombre de Jesús y que sólo le corresponde a Dios.
En la segunda parte de este relato nos encontramos con la historia de Tomás, uno de los Doce, que se encontraba ausente cuando la aparición de Jesús a la comunidad. Tomás ha sido informado por la comunidad, la cual le ha transmitido este suceso, que él no cree porque no le basta el testimonio de sus hermanos y hermanas en la fe. Por tanto, aquí se matiza cómo la fe requiere de la confianza en lo que la Iglesia ha transmitido de generación en generación. Esa fe en el magisterio de la Iglesia nos hace estar unidos a la comunidad eclesial. La fe es la aceptación del misterio que no siempre tiene explicaciones racionales ni demostraciones científicas. La fe es el amor a Cristo, el que la Iglesia nos muestra.
Pero la fe también es una experiencia personal de encuentro con el Señor, que viene a complementar el anuncio y las enseñanzas que hemos recibido. Tú en tu vida y en algún momento puedes tener esa experiencia de encuentro con un Dios que acontece y se te muestra, sin ser visto de manera sensitiva pero que lo puedes notar a través de su acción en tu vida y de su presencia como compañero de tu caminar. Esa es una fe fortalecida por un encuentro que tal vez no se pueda explicar con palabras humanas pero que nadie te puede rebatir ni derrumbar, porque tú te quedas convencido plenamente. El encuentro se transforma en paz para tu vida, es decir, en amor dentro de ti. Un amor que nadie podrá apagar, un amor que será un torrente de fuerza para superar lo que humanamente nos supera y se hace un imposible. La fuerza del amor al Resucitado nace de la fe y de un encuentro personal, que día a día se incrementa en la oración personal, en la escucha de la Palabra de Dios, en la celebración sacramental y en la caridad fraterna, aunque no siempre el Amor (Jesucristo) se hace presente en ti de la misma manera, pero es el que te hace luchar contra la adversidad, el que te anima a llevar a cabo tu misión como testigo y cristiano, el que te motiva a perdonar, a ayudar a los que más te necesitan y a afrontar el sufrimiento con esperanza. Sólo desde la fe hecha experiencia podrás gritar convencido y en toda circunstancia la oración de Tomás: «Señor mío y Dios mío».
Emilio José Fernández, sacerdote