El diácono Guillermo Padilla recuerda que en Perú escuchó la llamada de Jesucristo.
¿Cómo surgió la idea de realizar un tiempo de voluntariado en Picota?
En el Seminario cada dos años se organizaba un viaje a la Misión que nuestra Diócesis tiene en Picota con el objeto de conocerla y de vivir una experiencia de misión para compartir nuestra fe. Cuando en el 2017 propuso el rector la posibilidad de ir me ofrecí sin dudarlo como voluntario. ¿Qué motivo esta decisión? Ante todo valorar que fuese voluntad de Dios, pues es Él el que primero nos invita y espera nuestra respuesta. En segundo lugar, vivir una experiencia de misión es siempre un tiempo inmenso de gracia, implica salir de uno mismo para compartir la fe con otros hermanos y aunque como decía Madre Teresa de Calcuta, lo que podamos hacer sea tan sólo una gota de agua en el mar, el mar sería menos sin esa gota de agua. Y en tercer lugar, también Perú significaba mucho para mí. Providencialmente en el año 2009 y durante cuatro años consecutivos más, tuve la oportunidad de viajar de misión a Perú, a distintos lugares de la Sierra de los Andes. Fue en estos viajes de misión donde conocí realmente a Jesucristo y dónde escuché su llamada a seguirlo muy de cerca. Supusieron, por tanto, un cambio radical en mi vida, allí en Perú se gestó un nuevo Guillermo. Así que, cuando en el Seminario se planteó la posibilidad de un tiempo de misión en Picota, si era voluntad de Dios, por mi parte estaba totalmente decidido.
¿Qué recuerdas de aquella experiencia misionera?
Recuerdo con mucha emoción como, en un poblado, aquella gente humilde preparó la Iglesita con todo su cariño y esmero, con la sencillez de lo que disponían, para la celebración de los sacramentos, si no recuerdo mal para unos matrimonios y para la celebración de la Eucaristía. Esa decoración esmerada era reflejo del deseo y de la emoción con que lo vivían. Aquí tenemos tan accesible la gracia de Dios dada por los sacramentos que nos acostumbramos a ella y perdemos la capacidad de asombro ante el Misterio. También recuerdo la generosidad de aquellas personas. Hubo una vez que nos quedamos a dormir en un poblado porque no se podía volver en el mismo día. Aquellas personas sencillas nos dejaron sus propias habitaciones, incluso hubo una familia que hizo unas camitas de madera sólo para nosotros. Esto sólo se explica porque tienen la conciencia de recibir a Cristo en la persona del prójimo “lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos a Mi me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Pero también se recuerda la dureza de la vida, una ancianita que vivía sola en una choza allí en medio de la selva, una mujer embarazada que estaba enferma y no podía trasladarse al hospital… Si, aquellas gentes no lo tienen fácil, para ellos la vida es aún mas dura, pero tienen una fe viva, tienen mas conciencia que nosotros de que Dios nos promete verdaderamente una vida eterna, y que todo el sufrimiento de la vida presente será recompensado abundantemente en el Cielo. Y sin duda, el testimonio de nuestros sacerdotes destinados en Picota: su vida de oración, su gran celo misionero, la importancia de la fraternidad y los instrumentos que son en manos de Dios para traer a Cristo del Cielo a la tierra en aquellas iglesias humildes en medio de la selva. Es como estar en el pesebre de Belén. Y puede uno pensar la gran alegría que tendrá el Señor de morar allí en medio de sus preferidos, de estas personas pobres y humildes, con sus defectos por supuesto, pero con corazones muy abiertos a la fe.
¿Qué te enseñó la gente que te encontraste allí?
Desde que fui por primera vez en el 2009 aquella gente sencillamente me mostró a Dios, quizás no de forma intencionada, pero sin duda en ellos con frecuencia puedes ver la fe hecha vida. Recuerdo como un día un matrimonio con sus niños caminaron casi tres horas para asistir a la celebración de la Misa o la generosidad y el desprendimiento con el que vivían, como comentábamos antes. Ante estos hechos sobran las palabras.
¿Cómo cambió tu vida al volver a tu vida cotidiana?
Poder asomarse un poco a la dureza de vida de aquellas personas ayuda a relativizar muchos los pequeños problemas de nuestra sociedad acomodada. Con frecuencia nos preocupamos de cosas sin importancia y olvidamos que Dios es providente. Pero, como decía anteriormente, toda experiencia de misión es un tiempo de gracia, y durante este viaje Dios me enseñó cosas grandes que se han quedado grabadas en mi corazón. Si tuviera que decir alguna sería saber que Dios no abandona jamás a sus hijos, especialmente a los que se muestran ante Él pequeños y pobres. Y sin duda, allí palpas la gran necesidad de sacerdotes a la par que la grandeza de la vocación. El Señor necesita jóvenes dispuestos a entregar su vida por amor a Dios, y en Él, por nuestros hermanos.