Las fiestas de Navidad suponen la alegre conmemoración del nacimiento del Dios encarnado en Jesús de Nazaret. Al mismo tiempo, se convierten en una ocasión para que estemos atentos a cómo podemos cuidar la vida, toda vida, especialmente las más frágiles, amenazadas y empobrecidas. El nacimiento de Jesucristo, ¿cómo ilumina el nacimiento de cada ser humano en un mundo tan desigual como el nuestro? Sugiero apoyarnos en la encíclica Fratelli Tutti para avanzar en esta reflexión y en el compromiso de la salvaguardia y la custodia de la vida.
Desde el principio de la encíclica, el papa Francisco “invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio”, impulsando “una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite” (FT 1). Por ello, sigue diciendo el Obispo de Roma, “anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad” (FT 8). Y, ¿qué mejor momento que este período de Navidad para ahondar en este empeño profundo e imprescindible?
Los cristianos tenemos, ciertamente, algunas convicciones claras que podemos compartir con el resto de las personas de buena voluntad. “Hay un reconocimiento básico, esencial para caminar hacia la amistad social y la fraternidad universal: percibir cuánto vale un ser humano, cuánto vale una persona, siempre y en cualquier circunstancia. Si cada uno vale tanto, hay que decir con nitidez y firmeza que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Este es un principio elemental de la vida social que suele ser ignorado de distintas maneras por quienes sienten que no aporta a su cosmovisión o no sirve a sus fines” (FT 106). Sin embargo, lo que parece tan juicioso y tan básico es, a menudo, olvidado o despreciado. Por eso conviene insistir: “Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente, y ese derecho básico no puede ser negado por ningún país. Lo tiene aunque sea poco eficiente, aunque haya nacido o crecido con limitaciones. Porque eso no menoscaba su inmensa dignidad como persona humana, que no se fundamenta en las circunstancias sino en el valor de su ser. Cuando este principio elemental no queda a salvo, no hay futuro ni para la fraternidad ni para la sobrevivencia de la humanidad” (FT 107).
Ahora bien, junto a la convicción de esta dignidad común, que el Creador nos regala solo por haber nacido en esta tierra, aparece la constatación de las clamorosas injusticias y desigualdades que pisotean esta común dignidad humana. “Algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben buena educación, crecen bien alimentados, o poseen naturalmente capacidades destacadas”; pero el mundo se muestra de un modo muy diferente “para alguien que nació en un hogar extremadamente pobre, para alguien que creció con una educación de baja calidad y con escasas posibilidades de curar adecuadamente sus enfermedades” (FT 109). Si no queremos que la fraternidad sea “una expresión romántica más” (FT 109), entonces “nadie puede quedar excluido, no importa dónde haya nacido, y menos a causa de los privilegios que otros poseen porque nacieron en lugares con mayores posibilidades. Los límites y las fronteras de los Estados no pueden impedir que esto se cumpla. Así como es inaceptable que alguien tenga menos derechos por ser mujer, es igualmente inaceptable que el lugar de nacimiento o de residencia ya de por sí determine menores posibilidades de vida digna y de desarrollo” (FT 121).
Un elemento esencial de esto se refiere a la dimensión global e internacional. Por tanto, necesitamos “otra manera de entender las relaciones y el intercambio entre países. Si toda persona tiene una dignidad inalienable, si todo ser humano es mi hermano o mi hermana, y si en realidad el mundo es de todos, no importa si alguien ha nacido aquí o si vive fuera de los límites del propio país” (FT 125). El escándalo del hambre continúa siendo un aldabonazo a la conciencia de la humanidad. Tantos hermanos nuestros como carecen de agua o de medicinas o el analfabetismo imperante en tantas regiones del planeta son otras cuestiones que han de interpelarnos seriamente. El reto de las migraciones supone asimismo otro recordatorio permanente de que aún nos falta mucho para vivir la fraternidad. Como recuerda la encíclica, el Buen Samaritano del evangelio “es capaz de identificarse con el otro sin importarle dónde ha nacido o de dónde viene” (FT 84). Y exclama el Papa: “¡Eso es maravillosamente humano! Esta misma actitud es la que se requiere para reconocer los derechos de todo ser humano, aunque haya nacido más allá de las propias fronteras” (FT 117).
Pero no pensemos que esta dinámica acontece solo a nivel global. “Hay periferias que están cerca de nosotros, en el centro de una ciudad, o en la propia familia. También hay un aspecto de la apertura universal del amor que no es geográfico sino existencial. Es la capacidad cotidiana de ampliar mi círculo, de llegar a aquellos que espontáneamente no siento parte de mi mundo de intereses, aunque estén cerca de mí. Por otra parte, cada hermana y hermano que sufre, abandonado o ignorado por mi sociedad es un forastero existencial, aunque haya nacido en el mismo país. Puede ser un ciudadano con todos los papeles, pero lo hacen sentir como un extranjero en su propia tierra. El racismo es un virus que muta fácilmente y en lugar de desaparecer se disimula, pero está siempre al acecho” (FT 97).
Por eso mismo, como Iglesia tenemos una responsabilidad especial. “Llamada a encarnarse en todos los rincones, y presente durante siglos en cada lugar de la tierra —eso significa ‘católica’— la Iglesia puede comprender desde su experiencia de gracia y de pecado, la belleza de la invitación al amor universal” (FT 278). El tiempo de Navidad nos proporciona una espléndida ocasión para ello. ¿Nos atrevemos a nacer de nuevo, dejaremos que Dios se encarne en nuestras vidas, asumiremos el reto de lograr que todas las personas nazcan a una vida plena y sin discriminación? ¿Socorreremos amorosamente a los discapacitados, a los que no ocupan puestos de relieve, a los ancianos que viven en soledad y que tanto necesitan una palabra de aliento, un gesto de ternura y consuelo? ¿Abriremos la mano para atender al necesitado, al que ha perdido la esperanza, al que llora sintiendo que su vida parece no importarle a nadie?
Que en estos días santos de Navidad sepamos salir al encuentro de quienes viven dramas profundos personal o familiarmente. Con la ayuda de Dios, crezcamos en espíritu de acogida y solidaridad. Aprendamos de la Virgen María y de su Esposo, san José, a ponernos al servicio del proyecto salvador de Dios, aunque no terminemos de comprenderlo del todo. Confiemos en la Providencia divina, para buscar, con absoluta sinceridad, el reino de Dios y su justicia. El resto vendrá por añadidura.
¡Feliz Navidad a todos!
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA