Homilía en la Misa del lunes de la IV semana de Pascua, el 26 de abril de 2021.
Cuando San Pablo escribe este comienzo de la Carta a los Corintios, acaba de tener, poco antes, la experiencia de su predicación en el Areópago de Atenas, donde, habiendo sido recibido con curiosidad y donde él mismo da una muestra de un conocimiento razonablemente rico de la cultura helenística, citó a uno de los poetas griegos para hablar de Dios y de cómo es la frase de todos conocida de “en Él vivimos, nos movemos y existimos”. Pero cuando mencionó la resurrección de entre los muertos, aquello para unos griegos o para alguien que conociera la cultura helenista era una cosa no sólo impensable, sino indeseable. ¿Quién quería que resucitasen los muertos? Nadie. ¿Qué viva el alma fuera del cuerpo? Que el cuerpo no es más que una atadura y una cárcel. Pero la resurrección de la carne era escandalosa. Y por eso cuando San Pablo escribe esta carta, poco después, habla de eso, de que la sabiduría del mundo es inútil, y que él anuncia y les habla a los Corintios con una sabiduría diferente, divina, escondida, que no han conocido los príncipes de este mundo.
Para nosotros, lo escandaloso no es la resurrección de los muertos. Nuestra cultura es muy distinta con toda la historia que hay por medio. Para nosotros, lo que es sorprendente es que la fe tenga que decir algo interesante, útil o valioso; que tenga algo que decir, siquiera, sobre la vida humana. Porque para eso los hombres tenemos la razón. Y la razón basta para gestionar la vida y todo.
Es verdad que la realidad de la pandemia y la inestabilidad social de nuestras sociedades, y de nuestra cultura en general, a la que se la llevan entre doscientos o trescientos años, prometiéndole la paz perpetua simplemente con un adecuado uso de la razón, pues eso aparece cada vez más como una mentira radical, que es incapaz de sostener la vida humana. No se ve a los hombres, no somos los hombres hoy más felices. No es que haya habido menos guerras en el último siglo que en los siglos anteriores, al contrario, y hasta en nuestro siglo, en nuestro momento. Ahora mismo, están teniendo lugar genocidios de los que apenas se habla porque estamos todos muy preocupados con los porcentajes del virus, la vacuna, y el que puedan volver las cosas a la normalidad. Si es que lo que había antes era “normalidad”…
En todo caso, nosotros hoy pensamos que al hombre le basta y que la fe es una especia de adorno inútil para aquellos a quienes les gusta el olor a cera, o les gustan las cosas de la Iglesia, pero es una cosa totalmente opcional, innecesaria para la vida. Yo quiero deciros que Jesucristo tiene que ver con la accesibilidad a todo ser humano del uso de la razón. Jesucristo nos ha abierto la razón. A lo mejor, la palabra razón no es la más adecuada porque razón tiene que ver con cálculo. Y los cálculos valen para lo que valen. Se pueden hacer cálculos muy buenos y no tener ninguna inteligencia sobre la vida, sobre el significado de la vida, sobre qué hacemos aquí o para qué estamos aquí. O qué es lo que hace una vida digna de ser vivida o no digna de ser vivida. Y ahí es donde entra la sabiduría divina que Jesucristo hace accesible a los hombres.
Jesucristo no sólo nos ha revelado el Ser de Dios, sin quitar Su condición misteriosa; no sólo nos ha descubierto las profundidades del Ser de Dios, del Dios Trino a la Creación y a todas Sus obras, y al hombre sobre todo, sino que nos ha revelado nuestro propio destino. Y un cristiano que viva su fe con sencillez es sabio. Puede no saber calcular las órbitas de los cometas o de los planetas, de las estrellas, pero tiene una sabiduría para la vida que no proviene de este mundo; que proviene justamente de la experiencia de la Redención de Jesucristo. Y esa sabiduría para la vida es –lo dice el Señor-, por una parte, “sal de la tierra, luz del mundo”. Lo que Dios nos ha comunicado y nos da en Jesucristo nos hace luz para un mundo, que puede tener unos medios que no ha conocido jamás la humanidad para calcular, pero carece por entero de sabiduría, sabiduría sobre cómo conducirse, sabiduría sobre el bien y el mal, el destino y el fin de la vida humana. Sabiduría. Donde somos verdaderamente ignorantes, bárbaros, sin ninguna luz, vivimos a oscuras, a tientas, con un anhelo de ser felices que oculta siempre la búsqueda de Dios, aún en aquellos que se creen que no lo buscan, o que huirían del anuncio de Dios. Siempre estamos buscando, buscando la felicidad, y por lo tanto, buscando a Dios. Pero nos falta la luz y la luz proviene de Jesucristo. Él nos hace “luz del mundo”. Él es la luz del mundo. Nos pide ser luz. La diferencia que nuestra luz y nuestra sal pone es justamente la experiencia de la Redención de Cristo, de la Victoria de Cristo sobre el mal y sobre la muerte; de Su Resurrección, de nuestro destino en el Cielo. Eso cambia la vida entera y eso da una inteligencia, una capacidad de entender la vida, a las personas, las cosas, una capacidad de sufrir también las contrariedades, las dificultades de la vida, o de las personas, de afrontar el mal que hay en nosotros, o el mal que hay en los demás marcado por el perdón, algo que el mundo conoce cada vez menos. Sin perdón, no hay esperanza. No puede haberla.
El Señor con la esperanza del perdón y de la reconciliación nos abre a la oportunidad de una vida más verdadera, más luminosa, infinitamente mejor.
Que el Señor nos conceda lo que Él pide. Que brille así nuestra luz ante los hombres, para que den gloria a Dios, no para que digan lo buenos que somos, sino, para que den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.
Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de abril de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral