Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández
La aparición de Jesús resucitado al apóstol Tomás remata el ciclo de las apariciones del Resucitado en la octava de Pascua. A cual más bonita, cada una de las apariciones nos va presentando a Jesús, que ha vencido la muerte, y vive glorioso y gozoso junto al Padre, tirando de nosotros hacia esa nueva realidad en la que él vive para siempre. La resurrección de Jesús ha introducido una novedad en la historia de la humanidad, un factor de transformación desde dentro, que nos va divinizando por la acción del Espíritu Santo que brota del Corazón traspasado de Cristo.
La aparición a Tomás reviste características especiales, porque se trata de convertir a un incrédulo. Algo de incrédulos tenemos todos, por eso la aparición a Tomás nos dice algo especial a cada uno de nosotros también.
Jesús venía apareciéndose de distintas maneras a diferentes destinatarios, entre ellos al grupo de los Once, entre los que Tomás no se encontraba ese día. Se lo contaron sus compañeros: “Hemos visto al Señor resucitado”, y él respondió: “Si no lo veo, no lo creo”. Y a los ocho días, al domingo siguiente, Jesús vino al Cenáculo donde estaban todos, incluido Tomás. “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente”. Y Tomás contestó: “Señor mío y Dios mío”.
San Gregorio Magno comenta: “Aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe.” (Homilía 26, oficio lectura del santo).
El costado del Señor fue abierto por la lanzada a las tres de la tarde del viernes santo (la hora de la misericordia), y una novena después, el segundo domingo de Pascua, Jesús le muestra a Tomás ese costado abierto como señal de su resurrección. El domingo de la Divina Misericordia es la ocasión para revalidar nuestra fe y afianzarla mucho más al palpar con Tomás ese costado herido por nuestros pecados y que conserva esa herida para mostrarla al que dude de su amor. Él fue traspasado por la lanza del soldado, fue traspasado por nuestros pecados, y reacciona amando a quienes le hemos crucificado. De su costado brota sangre y agua, como signos del bautismo y la eucaristía, con los que alimenta en nosotros la vida divina.
El Corazón de Cristo se muestra como una gran planta de reciclaje, una purificadora, en donde volcamos nuestros pecados, nuestros delitos. Y él nos devuelve purificado un amor más grande, un amor de misericordia que lava nuestras culpas y pecados. “Nadie tendrá disculpa / diciendo que cerrado / halló jamás el cielo, / si el cielo va buscando. / Pues vos, con tantas puertas / en pies, mano y costado, / estáis de puro abierto / casi descuartizado”, dice una preciosa poesía del viernes santo.
La Divina Misericordia no es sólo perdón por parte de Dios a nosotros pecadores, sino que cura nuestras heridas precisamente en las heridas que nosotros le hemos infligido. Sus heridas nos han curado, porque de ellas mana el Espíritu Santo a raudales para que nosotros los bebamos a sorbos y saciemos nuestra sed. El agua de la gracia es el Espíritu Santo, y esa agua sólo la encontramos en las llagas de Cristo, que se prolongan en nuestras heridas y en las heridas de nuestros hermanos. “De lo que era nuestra ruina has hecho nuestra salvación”, reza el prefacio III dominical TO. Encontraremos la salvación allí mismo donde se ha producido la herida, porque Cristo la transforma en fuente de Espíritu Santo para nosotros. Domingo de la Misericordia, acudamos con confianza a la fuente de la gracia.
Recibid m afecto y mi bendición;
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba