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Camino de beatificación para la venerable Ana Ponce de León

En el Obispado de Córdoba ha quedado constituida una comisión histórica integrada por cuatro sacerdotes diocesanos para actualizar la causa de canonización de son Ana de la Cruz, iniciado tras su muerte.

Este equipo deberá determinar las causas por las que el proceso diocesano no tuvo continuidad en su momento con el proceso romano. Cuando culminen estas investigaciones, será nombrado un postulador de la causa de beatificación para impulsar dicho proceso.

El obispo de Córdoba anunció en la clausura del año jubilar de San Juan de Ávila su voluntad de promover el proceso de beatificación de sor Ana de la Cruz que llegó a la vida contemplativa guiada espiritualmente por San Juan de Ávila, un acompañamiento que se prolongó toda su vida, primero como mujer casada y después como viuda hasta ingresar en el Convento de Santa Clara de Montilla.

“Los santos van siempre en pelotón y llevan consigo personas en torno a ellos como un remolino de santidad y son modelos para los cristianos de hoy y de siempre; este es el caso de San Juan de Ávila y Ana de la Cruz”. Monseñor Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba

Biografía

Doña Ana nació en 1527 en Marchena y pronto cambiaría de lugar de residencia por la prematura muerte de sus padres, lo que provocó que a la edad de tres años se hicieran cargo de ella de sus tíos maternos. La muerte de su tío, don Pedro Girón, el III conde de Ureña, la llevó hasta El Arahal al cuidado de su tía, donde permaneció hasta los doce años. Aprendió la lengua latina antes de conocer un nuevo domicilio en Osuna, bajo la protección del hermano y sucesor del fallecido don Pedro Girón y su tío materno Juan Téllez-Girón, el IV conde de Ureña, conocido como “el Santo”, que en Osuna dedicó su vida a la piedad, la literatura, la música y la fundación de instituciones religiosas y culturales. Doña Ana comenzó en este contexto familiar a practicar la misericordia con los pobres, la devoción al Santísimo Sacramento y la oración, explica Martín de Roa en su obra “Vida de doña Ana Ponce de León”.

La joven se convirtió en condesa de Feria al contraer matrimonio con don Pedro Fernández de Córdoba en 1541. Tuvieron que pasar cuatro años para que su esposo regresara a España tras prestar servicio al emperador Carlos V. A Montilla llegaron un 12 de marzo de 1545 y un año más tarde viajaban a Zafra, desde donde llamarán al Maestro Juan de Ávila para que predicara la cuaresma en tierras extremeñas. Ambos se confesaban con él y doña Ana recibe al padre Ávila como director espiritual a la edad de diecinueve años.

El Señor le hizo probar de su cruz muy pronto. La condesa, preocupada por el estado de salud de don Pedro reclama la presencia del Maestro Ávila, que la acompañará en la muerte de su hijo Lorenzo el primogénito y posteriormente en la de su marido, acaecida en Priego de Córdoba en el año 1552. Ella se retira con su hija Catalina al palacio de su suegra la marquesa de Priego en Montilla. Después de un periodo de silencio y oración ingresa en el Monasterio de Santa Clara de Montilla en junio de 1553. Más adelante, El 22 de julio de 1554, en la fiesta de Santa María Magdalena, doña Ana recibía el velo de manos del santo maestro Juan de Ávila, con el nombre de sor Ana de la Cruz. La predicación del santo doctor en ese día se conserva como un tesoro que testimonia la relación entre dos almas que quisieron entregarse a Dios con todo el amor de sus corazones.

La joven noble se aleja así de su vida anterior para abrazar el carisma franciscano y en el monasterio conocerá el desgarro de la muerte de su maestro espiritual, san Juan de Ávila en mayo de 1569, la de su suegra, su hermano y su hija, que hereda el marquesado de Priego y muere con tan solo 27 años. Una pérdida que acogió con serenidad y gran entereza.

También vivió la muerte de su nieta Catalina que ingresó en el convento de Santa Ana de Córdoba fundado por Fray Juan de la Cruz, asumiendo la regla carmelitana reformada por la Madre Teresa de Jesús a quien la condesa profesaba veneración, respeto y cariño.

La condesa entrega su alma a Dios la noche del 6 de abril de 1601 haciendo profundos actos de amor a Dios, sonriendo a su esposo Jesús a quien tanto adoró en el Santísimo Sacramento y a quien se entregó con todo el corazón. Ella supo manifestar con su vida lo que su santo padre y maestro Juan de Ávila predicó tantas veces: que nuestro Dios es amor.

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