Homilía en la Misa de apertura del Año Jubilar de San José, en la iglesia de San José, en Granada, el 23 de enero de 2021.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios, reunido aquí ahora mismo con las medidas y las limitaciones que las circunstancias nos permiten, pero para celebrar un momento bonito (bonito en la vida de nuestra iglesia parroquial y bonito en la vida de la Iglesia de Granada si el Señor nos ayuda a vivirlo bien);
muy queridos D. Francisco y D. Francisco, Vicario de la ciudad y vuestro querido párroco;
y queridos amigos todos:
Yo no puedo venir a esta iglesia sin que me recuerde que fue la primera iglesia de Granada en la que celebré la Eucaristía cuando vine. Y, por lo tanto, la tengo un cariño especial, aunque luego no haya venido demasiadas veces. Decía que es un momento precioso el que nos toca vivir, por varios motivos. Uno de ellos (no quiero hacer ninguna banalización del drama tremendo que es el virus, la pandemia, las implicaciones que tiene; todos nosotros hemos perdido a personas muy queridas, muy cercanas y a veces de manera tan repentinas y tan poco humanas, que se hace difícil asumir algo que, sin embargo, es una verdad que llevamos con nosotros)… Yo hablaba justo antes de salir para acá con el Vicario de la zona de la iglesia de Madrid que explotó anteayer y que había celebrado el funeral y el entierro, y él me decía: “Es paradójico, porque nadie esperamos una circunstancia como ésta, nadie esperamos una muerte repentina, nadie esperamos un dolor y una separación”. A pesar de todos los signos providenciales, porque podrían estar los niños del colegio en el patio… Yo he estado en esa parroquia muchas veces en mis once años de obispo auxiliar en Madrid y sé que es un edificio entero de salas de reuniones, de catequesis, de encuentro. Si hubiera sido a las seis o a las siete de la tarde, habría en el edificio cien o más personas, en sus plantas. Es una situación que nos pone ante la fragilidad de lo que somos. Pienso en las dos personas que iban por la calle y que, de repente, sin más, se encontraron en el momento final de su vida, sin ningún tipo de preparación ni de idea de que algo así podría pasar. La vida no es nuestra. Y no somos dueños de las circunstancias en las que nos toca vivir, pero Dios no es malo. Dios es el más bueno de los padres. Dios es aquel que nunca nos va a dar una piedra cuando le pedimos un pan, y el pan que tenemos que pedirLe es el pan de conocerle a Él. El pan de la vida, de la vida eterna. Saber cuál es nuestro destino y para qué estamos en este mundo, de una manera temporal.
Todos sabemos que vamos a morir, ya sea por el paso del tiempo y la llegada de la vejez, o sea de otras formas. Pero el amor de Dios, que nos ha llamado al Ser, que nos ha llamado a la vida, que nos ha hecho partícipes de su Ser de una manera especial, como imagen y semejanza suya, y que nos ha revelado y mostrado en su Hijo que, a pesar de todo el mal del mundo, de todas las miserias, los odios, los egoísmos, las avaricias, de todas las pasiones que han llenado y llenan la vida del mundo, el amor de Dios es más grande. Ser cristiano no es ser mejor que nadie, pero ser cristiano es conocer que Dios es bueno. Ser cristianos es conocer que el amor de Dios no se echa para atrás por nuestras miserias; que el amor de Dios no se niega a nadie, y que no es sólo una recompensa para los que se han portado bien. Eso lo han sabido los hombres de todas las religiones, siempre. Lo que nosotros hemos conocido en Jesucristo es que el amor de Dios no se avergüenza de nuestra miseria y nos abraza a todos en nuestra pobre condición, y no nos va a soltar de la mano.
En la cena de despedida de Jesús con sus discípulos, que renovamos en cada Eucaristía, él nos dice: “Este es el pan, mi cuerpo entregado por vosotros. Este es el vino de la nueva Alianza; Alianza nueva y eterna, que será derramado -en la versión, para ser literales a lo que decía en latín- por vosotros y por muchos”. Ese “por muchos” significa “todos”, pero vosotros y por la multitud, por vosotros y por el pueblo entero, “para el perdón de los pecados”. A pesar de nuestros muchos pecados, el Señor nos abraza. Nos abraza, viene hasta nosotros, nos toma de la mano y daba, en esa misma noche, gracias: “Te doy gracias, Padre, porque no se ha perdido ninguno de los que me diste”. Y un poquito antes acababa de decir: “Todo lo ha puesto el Padre en mis manos”. Es decir, no se ha perdido. El designio de Dios no se deja vencer por el mal. ¿Qué en el mundo hay mucho mal? Pues, claro. Vivíamos en un mundo en que estábamos acostumbrados a pensar que la muerte era una cosa de películas, no como una realidad que teníamos a nuestro lado, constantemente, que puede llegar en cualquier momento, que nos trastoca todos los planes y toda la vida. Y el virus nos lo ha puesto delante de los ojos de una manera muy brutal, muy dolorosa. Yo no voy a negar nada de ese dolor, ni quiero además que nos olvidemos y volvamos a vivir como si viviéramos en “La Casa de la Pradera”, de una manera despreocupada de todo, ¡no!
Lo que podemos vivir es contentos a pesar de todo. Lo que podemos vivir es contentos porque conocemos el amor de Dios, que no nos va a abandonar nunca. Nunca y a ninguno. Conocemos su Alianza nueva y eterna. Qué Él ha pagado ya por nuestros pecados; que Él ha ofrecido Su vida y la ofrece. Encarnarse y hacerse hombre no podía hacerse más que una vez en la historia, porque, si no hubiera sido así, habría sido como una obrita de teatro, que se ponía el traje de hombre y se pasaba por aquí con nosotros. Pero, no. Él se ha encarnado en una vida plenamente humana. Y el Hijo de Dios, Dios mismo, ha ofrecido esa vida para que nosotros podamos participar de Su vida divina. Y el mal, por muy poderoso que sea, no va a ser nunca más poderoso que el amor con el que cada uno de nosotros, y todos los hombres, somos amados por Dios. Y ser cristianos es haber conocido ese Amor. Lo que cantamos en esa noche de Navidad no es el “pero mira cómo beben” o el “pastorcito que va camino de Belén”. Lo que cantamos la noche de Navidad es que se ha manifestado la Gracia de Dios y Su amor al hombre, y esa Gracia de Dios es lo que más necesitamos.
Entonces, en este tiempo de pandemia; en este tiempo de preocupación, de temor, de miedo, que se palpa a veces por las calles, en el silencio mismo de las calles, la Presencia del Señor nos sostiene. La Presencia del Señor, fiel, que nos ha dicho, desde toda la eternidad “Yo te amo”. Nosotros mentimos muchas veces en nuestras declaraciones de amor y de amistad, y nuestros juramentos de fidelidad son a veces falsos o medias verdades, o frágiles, muy frágiles. Porque nos cansamos, porque nos distraemos, porque somos muy pequeños. Pero cuando Dios dice “Yo te amo”, es para siempre. Y nos lo ha dicho. Nos lo ha dicho a cada uno. Si no, no estaríamos aquí. Y se lo ha dicho a todos los hombres, aunque haya millones de hombres que no lo sepan. Algún día lo descubrirán y lo descubrirán con una sorpresa de la que yo quisiera que participáramos nosotros ya. “Señor, me amas. Nos amas, nos quieres”. No lo merecemos. ¡Cuántas veces lo pienso! Yo no merezco la vida. Cuando se habla a veces del derecho a la vida. ¿El derecho a la vida? Que me lo expliquen. Yo he venido a la vida, porque me la han regalado, no en virtud de ningún derecho que yo tuviera o pudiera reclamar. Me han regalado la vida y me han regalado todo lo demás que soy, todo lo demás que tengo.
Ser cristianos es poder vivir contentos. No porque nos olvidamos del dolor. Al revés, con un tipo de alegría que nos permite coger la mano, abrazar, acariciar a quien está más lleno de dolor y más lo necesita. Pero es poder vivir contentos. Y eso lo dijo el Señor. Está en el Evangelio, en uno de sus pasajes que no les prestamos nunca atención. “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. O sea, que no has venido para hacernos más buenos, no has venido para ayudarnos a cumplir más leyes. No. Has venido para que estemos contentos. ¿Contentos por qué? Porque Tu amor permanece para siempre y porque yo puedo ser muy pobre, muy desastre y muy mezquino, muy mediocre, y sin embargo Tú me miras, Señor, y no te avergüenzas de mí. No sólo no te avergüenzas de mí, sino que anhelas y deseas mi corazón, porque Tú eres puro amor. Tú eres el amor con mayúscula. Entonces, no tienes ningún interés en nada que pueda darTe. Porque eres puro amor, quieres que yo viva y que yo viva en plenitud. Y vivir en plenitud es reconocer Tu Amor, reconocer Tu Presencia, reconocer Tu Gracia, y dar gracias por la fidelidad eterna de ese Amor y de esa Gracia.
Por eso os decía, celebrar la Eucaristía en estos momentos es siempre un motivo de recordar lo esencial de nuestra fe, el corazón de nuestra fe, y cómo ese corazón de nuestra fe nos permite vivir. ¿Que tenemos miedo? Pues, Señor, lo tenemos; ya sabes, damos de sí lo que damos de sí. ¿Que nos viene una circunstancia particularmente difícil en la familia, en el entorno, en los amigos? Pues, Señor, hacemos frente como podemos. Lloramos, porque hace falta llorar. Buscamos, para no quedarnos solos, porque la soledad (eso sí que no quisiera dejar de decíroslo) es el instrumento más poderoso que tiene el Enemigo, que tenemos los cristianos. El único verdadero enemigo es Satán, que quiere que estemos solos, porque solos somos frágiles. Solos él puede. Él puede con nosotros, puede con nuestra imaginación, puede con nuestro corazón, que se encoge. Puede sembrar en nosotros la desesperanza, sobre todo, la desesperanza y el desamor, la desconfianza de unos para con otros. Él es el único enemigo, y puede con nosotros si estamos solos. Entonces, un consejo, en esta Eucaristía: ¡resistíos a la soledad! Que no podemos estar juntos, que no podemos saludarnos o abrazarnos, o darnos un beso, pues, de todas maneras, hablamos, nos llamamos, “¿cómo estás?, ¿cómo te va?”. ¡Rezamos juntos! (…) “No es bueno que el hombre esté solo”, dijo el Señor cuando creó al hombre. Claro que se refería a la creación de la mujer, pero no sólo a la creación de la mujer. ¡La soledad es el peor de los consejeros!
Segunda cosa que celebramos hoy. El comienzo del Año Jubilar de San José. A mí me parece que es precioso, providencial, que el Papa haya querido sencillamente convocar este año de San José, y recordarnos la preciosa vocación de San José. Es verdad que es una vocación singular, como la de la Virgen es una vocación singular. Pero la vocación de la Virgen ilumina todas nuestras vocaciones. La Virgen es el principio, el tipo, como el modelo de la Iglesia. La realización plena de la Iglesia ya acabada en esa mujer escogida para ser el comienzo de la humanidad nueva, y la madre escogida para ser el comienzo de la humanidad nueva, y la madre de Su Hijo. Y entonces, todos en la Iglesia, todas las tardes, podemos hacer la oración del Magníficat, porque en la vida de cada uno de nosotros estamos llamados a que suceda lo que en la vida de la Virgen. No de la misma manera, evidentemente, pero sí en lo profundo. Ella acogió a Cristo en Su seno. Muchos de vosotros vais a comulgar. Vais a recibir a Cristo, vais a recibir al Hijo de Dios. Incluso hay un canto de la Iglesia muy antigua de cerca de donde vivió Jesús, donde la Virgen está cantándole una nana al Niño Jesús y le dice: “¿Quiénes han tenido más suerte, los que han estado cerca de Ti, como yo, o los que estaban lejos?” (refiriéndose a los paganos que se han hecho cristianos después). Y dice Ella: “Pues, yo creo que los paganos, porque nosotros veíamos tu humanidad, pero los paganos que te han conocido, te reciben en la Eucaristía y se hacen uno conTigo de una manera que, quienes eran primos tuyos o familia tuya, o tus contemporáneos, no pudieron hacerlo”. Es decir, Jesucristo se hace uno cuando comulgamos, y se hace uno en cada uno de nosotros: “No soy yo. Es Cristo quien vive en mí”.
Voy a decirlo como me sale: ¡Si es que estamos hecho de Cristo! Y a pesar de que nuestras vidas…, somos hijos de este mundo y estamos heridos por el pecado…, Cristo nos anhela, nos desea, quiere ser uno con nosotros, pero no porque nos necesite o necesite nada de nosotros, sino porque es consciente de que nosotros le necesitamos a Él para vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios, para vivir contentos. En ese sentido, todos nosotros realizamos en nuestra vida de una manera diferente y estamos llamados a comunicar a Cristo como lo hizo la Virgen, ¡de otra forma!, pero igual que la Virgen. Entonces, la vocación de la Virgen es como una vocación de toda la Iglesia. Y la vocación de San José es una vocación de todos los varones en la Iglesia. Y voy a tratar de explicar esto.
En primer lugar, voy a intentar quitar una imagen que hay de la vocación de San José y de lo que se llaman “las dudas de San José”, que está muy extendida, y popularmente se ha difundido mucho, pero que es falsa. Como que San José pensaba mal de la Virgen cuando descubrió que estaba embarazada, y no sabía qué hacer. No es eso lo que dice el texto evangélico, en su lengua original. Lo que San José, consciente del Misterio que está sucediendo en la Virgen, dice es: “Esto no es para mí, yo me retiro”. Pero no quería que eso sirviese de ocasión de difamación para la Virgen. Lo que él quiere es retirarse, porque él sabe que ahí no tiene nada y lo que le dice el ángel: “¡No, no! Tú no te puedes retirar. Tú tienes aquí una misión que cumplir”. ¡Y la cumple! Discretamente. Él no es el padre de Jesús. Él no es la Virgen, madre de Jesús, verdaderamente. Pero él tiene una misión preciosa, la más grande: cuidar de ese Misterio, que él no puede vivir en primera persona, porque no es su misión, ni su tarea, ni su vocación. Pero cuidar de ese Misterio. Y en el cuidado de ese Misterio, San José realiza la vocación de un varón de una manera plena. Y realiza la vocación esponsal. Pero ahí habría que ahondar en la figura de San José. Podría detenerme en algún punto.
El trabajo de San José fue necesario para que el Hijo de Dios creciera, comiera. Para que la Virgen pudiera alimentarle, cuidarle. En ese sentido, la misión de San José es esencial, claro que es esencial. Y tuvo que recibir una gracia especial para ella. De la misma manera que el cuerpo de la Virgen fue agraciado para poder transmitir su propia carne al Hijo de Dios, San José fue agraciado para poder cuidar ese Misterio en el que él tenía una parte, pero ese Misterio no era suyo, no era el dueño.
Todos los varones, todos los seres humanos tenemos una vocación esponsal, que se realiza de una manera en la mujer y de otra manera en el varón. Veréis, cuando la mujer va a tener un niño, ella lo cuida. El niño crece en su seno durante los nueve meses y el esposo es ahí un testigo, está fuera del “invento”, por así decir; ha sido necesario para la concepción, pero no participa de ella. No cuida del bebé, él no alimenta con su propia carne y con su propia sangre al bebé. Pero él tiene la misión de custodiar ese misterio, de cuidarlo, de servirlo. Su forma de amar no es la de la mujer al niño. Su forma de amar es servir. Decía antes que todos tenemos vocación esponsal, también los que renunciamos al matrimonio. Yo, algunas veces que me dicen “usted no tiene mujer, no tiene familia”, y digo, “no te engañes, tengo un anillo muy gordo, y estoy encantado con esa mujer que Dios me ha dado, que es la Iglesia, a la que, con mis pobres fuerzas, trato de servir lo mejor que sé, trato de amar lo mejor que sé y de querer lo mejor que sé”. Y me siento privilegiado. No me siento como a alguien a quien le han quitado el tener una mujer, ¡qué va! Me siento como alguien a quien le han encomendado una misión preciosa: cuidar de una familia, que sé que no es la mía; es la familia de Dios, que sois vosotros, que sois los hijos de Dios, que sois los hijos y Dios me encarga de cuidar de vosotros de esa manera. ¡Si soy el hombre más feliz del mundo! Y claro que ardo en pasión cuando veo que un matrimonio que está sufriendo y está a punto de romperse, y puedo echar una mano, o me piden ayuda, claro que pierdo el sueño. ¡Pues, igual que un padre de familia! ¡Evidente! O cuando sé que un sacerdote lo está pasando mal. ¡Claro que tengo una familia! Y me siento plenamente realizado como esposo, sabiendo que la familia de la que cuido no es mi familia, y en eso también hay una lección para los esposos, porque el esposo nunca realizará su vocación de padre como una mujer realiza su vocación de madre. Su relación con los hijos nunca será la misma.
¿Significa eso que no pinta nada o que no tiene nada que hacer? Sí, tiene una misión, igual que San José, y una misión dificilísima porque, además, para hacerla bien, tiene normalmente que enfrentarse a su mujer y para un hombre que quiera a su mujer, enfrentarse con ella es lo más difícil de este mundo. Y justo, cuando más la quiera, más difícil. ¿Y para qué tiene que enfrentarse el marido? Todo lo demás, como el adónde vais de vacaciones, qué vais a hacer el domingo… dejad que decida ella. Es sabio que decida ella, porque, normalmente, deciden mejor y piensan en más cosas que nosotros no pensamos. Pero, para que los niños crezcan, necesitan que el padre, sólo el padre (o una figura paterna, si es que el padre no está), corte el cordón umbilical que une a los niños a su madre. Si no, los niños no crecen. Pueden tener treinta años y lo acusáis vosotros mismos, lo decís, me lo habéis dicho a mi muchas veces, muchas personas. Primero que las chicas no encuentran con quién casarse. Hace poco una mujer me decía, que lleva años casada, y me decía: “D. Javier si es que me casé con un niño pequeño. Yo tengo cuatro hijos y mi marido, que es el más pequeño de mis hijos”. Lo digo con la crudeza misma. Si no hablamos de la vida, no hablamos de nada. Unos niños que no han sido enfrentados a la lucha contra la injusticia, al dolor, a la fatiga, al fracaso, y para eso tiene que haber un padre que diga “hijo, te has caído…”, y el niño llora medio minuto más. Y la mamá pone el grito en el cielo porque el niño está sangrando. Un niño me decía una vez (había estado jugando al futbol y había hecho un poco el bestia, estaba sangrando por la nariz, se había puesto unos algodoncitos): “Por favor, que no se entere mi mamá”. Se lo dijimos al día siguiente y la mamá había puesto el grito en el cielo. Es misión de un padre. Y es muy difícil. Porque para hacerla, para cortar ese cordón umbilical, el padre necesita enfrentarse a la madre y la madre vive con una conciencia de que los hijos son suyos, porque es verdad, son carne de su carne de una manera distinta a como son carne de la carne del padre, distinta. Y, sin embargo, hace falta tanto amor para hacer eso. Que la mujer cuando se da cuenta y ve el fruto que eso tiene en los hijos lo agradece. No en el momento, pero lo agradece.
El Santo Padre ha dicho cosas preciosas sobre San José que yo no voy a repetir, pero en un momento donde la ausencia del padre es uno de los dramas más grandes de la familia en nuestro tiempo, y eso es algo que no depende de los políticos, todos colaboramos a ello de alguna manera, para todos es más cómodo, es más sencillo. Pero es verdad que en los niños que crecen, aunque el padre esté, la familia esté unida, pero sin padre no crecen bien.
Entonces, tenemos que pedirLe al Señor. ¿Dónde se aprende a ser padre?, ¿dónde se aprende a ser esposo?, ¿dónde se aprende a recibir el amor infinito de Dios?, también a ser esposa… ¿Sabéis donde? Aquí, en la Eucaristía. La Misa no es un acto de culto que hacemos simplemente para que Dios esté contento con nosotros o para pedirLe cosas. A la Misa venimos a aprender qué significa vivir y que significa amar como un esposo. Os lo digo: “Tomad, comed, este es Mi cuerpo. Tomad, bebed, esta es Mi sangre”. El Esposo enseña a los esposos a ser esposos. ¿Cómo? Dando Su vida por su esposa. No es una cuestión de quién manda. Los dos estamos llamados al amor, la esposa y el esposo, todos. Nuestra vocación humana: somos imagen de Dios porque estamos llamados al Amor. El amor de la esposa es de una manera, se realiza en la maternidad y en su entrega constante, que no hace falta ni pedírselo, es que lo hace siempre, una madre se va a entregar siempre por sus hijos. Pero el padre sí que tiene que aprender a ser esposo y es Jesucristo el Esposo el que nos enseña, a los padres de familia y a los esposos a serlo, y a los padres de esta familia que es la Iglesia también a serlo. Pero nos acostumbramos tanto a decir “tomad, comed, este es Mi cuerpo” que lo decimos como una palabra, como una rutina, una fórmula mágica, como un “mantra”, y no, no es un “mantra”. Es algo que uno tendría que poder decir, y cuando lo oye…
Esa es la vocación a ser esposo. Esa es la vocación a ser padre de familia. El que da la vida custodiando, cuidando, guardando, defendiendo, a mordiscos si hace falta. (…) Los niños tienen que tener alguien que les enseñe. La mayoría no lo tienen, por eso, por lo que venimos diciendo. El niño tiene que aprender a pelearse. Y tiene que aprender a pelearse porque su vocación, lo mismo si se consagra a Dios que si se consagra a una mujer y unos hijos, es justamente la de ser capaz de defender, con uñas y dientes, con lo que hiciera falta, con su vida entera, defender ese tesoro, ese misterio que es el misterio de su mujer y de sus hijos, que él ha engendrado en ella.
A mi me parece que es una vocación preciosa, silenciosa. San José no aparece apenas en la Escritura. Es la Virgen la protagonista. Pero él está detrás. Yo creo que es un Año para pedir por las familias, por las nuestras en primer lugar. Y para pedirLe al Señor que nos enseñe a cada uno a realizar nuestra vocación. Nuestra vocación es al amor y a la plenitud de lo que somos, y un hombre que arriesga su vida y que da su vida. Yo provengo de una familia muy humilde, de emigrantes, y a mí me cuesta imaginarme a mi padre diciéndole a mi madre “no sabes cuánto te quiero”, me cuesta mucho, no soy capaz de imaginármelo. Y, sin embargo, se pasaba el día diciéndolo sin decirlo, porque él vivía sólo para una cosa, para trabajar, para sacar su familia adelante. Sólo vivía para eso, y de alguna manera le estaba diciendo, seguramente, que mi madre hubiera preferido “dímelo alguna vez”, no me lo digas simplemente trabajando, trabajando y trabajando.
Pero yo sé que quería a mi madre muchísimo y que nos quería a nosotros muchísimo, pero nunca se lo oí decir. Entonces, todos estamos hechos para esa vocación al amor y tenemos que realizarla de la manera… y el Señor quiere que la realicemos, quiere que podamos vivir así, porque vivir así es de nuevo vivir contentos, poder vivir dando gracias. Te doy gracias por la vida que me has dado. Te doy gracias por la familia que me has dado. Te doy gracias por la tarea que me has propuesto. Te doy gracias por la vocación que me has dado.
(…) son como brochazos de un pintor expresionista que alumbra temas, que alumbra cosas que necesitan. Luego cada familia es cada familia, no hay ningún matrimonio que se parezca a otro, ni hay ninguna familia que se parezca a otra. Todos tenemos una historia que es única, pero en esa historia, la historia de la familia de Jesús, de María y de José, es una historia que ilumina nuestro modo de vivir. Y que ilumina muchísimo la misión que cada uno tenemos en la vida. Y esa misión es para todos, para vosotros y para mí, para todos. Preciosa. Y en este tiempo de dificultad, más necesario que brille, aunque sea una lucecita de una cerilla, pero que brille la luz para que las gentes que piensan que no hay luz puedan ver unas vidas que puedan decir viven contentos, a mi me gustaría vivir así.
Nuestro modo de hacer pastoral, en estas circunstancias, en este mundo, seguramente, es así. A mi me gustaría estar tan contento como esta persona, a mi me gustaría parecerme o tener la alegría, o tener la paz que estas personas tienen. Esa paz no nace de que seamos más buenos. Nace de que el Señor está con nosotros.
Que nos la conceda a todos los que estamos aquí. Que nos la conceda a toda la parroquia; que nos la conceda a nuestra diócesis. Y que seamos, justo en este mundo, bastante a oscuras, una luz. Una luz que apunta al camino. Al camino de nuestra humanidad, que es el camino que Jesús ha venido a enseñarnos. Jesús no ha venido a hacernos buenos católicos. Jesús ha venido a enseñarnos a vivir como hombres y como mujeres, a enseñarnos a vivir la vida. Yo se lo pido: que todos nosotros seamos buenos alumnos en esa escuela.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
23 de enero de 2021
Iglesia de San José (Granada)