Homilía en la Misa del miércoles de la II semana del Tiempo Ordinario, el 20 de enero de 2021.
No da tiempo para las dos cosas pero mi corazón y mi mente se debaten entre explicar la figura de Melquisedec, una figura del Antiguo Testamento, tan misteriosa, y que aparece sólo como de pasada, pero que siempre se entendió como figura que anunciaba al Mesías que había de venir y que luego la Carta a los Hebreos utiliza la figura de Melquisedec para poner a Jesús, subrayar cómo Jesús proviene de un sacerdocio que no nace de las instituciones humanas sino que viene de Dios. Pero, lo haremos otro día.
La otra duda es comentar el Evangelio, que es una glosa de algo que aparecía en el Evangelio de ayer: “El Hijo del hombre es Señor del sábado”. El sábado y el Templo eran como las dos instituciones más sagradas que tenía el judaísmo. Y cuando Jesús dice que Él está por encima del sábado y por encima del Templo es una manera muy explícita, aunque no en nuestro lenguaje, sino en el lenguaje judío de proclamar Su propia divinidad. Y siendo Señor del sábado, Él descubre cuál es el sentido del sábado y de toda legislación. También la legislación religiosa, que tiene como meta la vida del hombre. El último canon del Código de Derecho Canónico dice (y son muchos, muchos cánones) “y toda esta legislación está al servicio de la salvación de las almas”. Pues, de alguna forma, parecido, toda la legislación de la Iglesia está al servicio del bien del hombre, de la salvación del hombre. Y aquí está la pregunta de Jesús: “¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o el mal?”.
Os decía ayer que sólo hay dos mandamientos que no admiten excusa. Uno es el amar a Dios, porque se puede cumplir siempre, sean cual sean las circunstancias, las dificultades que tengamos, la escasez de tiempo. Amar a Dios con todas nuestras fuerzas. Las que tengamos, si son poquitas, poquitas. Si el Señor no pide nunca…, de hecho, el Señor no pide nunca nada. El Señor sólo quiere nuestra salvación. Y cuando parece que nos pide lo que quiere es que nosotros nos encaminemos por el camino que conduce a la vida, pero no porque Él tenga ninguna necesidad de nada que nosotros podamos darLe.
El bien está siempre por encima de toda ley, menos el amar a Dios con todas las fuerzas y el amar a los demás como a nosotros mismos, es decir, lo mejor que podamos, viene a ser lo mismo. Y eso se puede hacer siempre. Yo puedo no ser capaz de curarte una enfermedad, puedo no ser capaz de conseguirte esta necesidad que tienes y que no está en mi mano el poder resolver, pero siempre puedo quererte. Y siempre puedo, si te quiero mal, quererte bien; si te quiero regular, quererte mejor; si te quiero bien, también puedo quererte mejor. Y siempre puedo quererte mejor porque en eso se puede crecer indefinidamente, porque el horizonte del bien es infinito.
Cuando nosotros pensamos en el bien, sin embargo, y eso sí que quiero subrayarlo, pensamos en el bien (somos hijos de una cultura individualista, somos hijos de una cultura donde la moral se han confundido con lo útil) y entonces la referencia para el bien somos nosotros mismos. ¿Qué es lo bueno? Lo que corresponde a nuestros intereses, lo que nos gusta, los que nos atrae porque es bueno para nosotros. Cuando vemos así el bien, pasan varias cosas que nos dañan. Una que cuando el bien se interpreta como una palabra distinta para mencionar a nuestros intereses, el centro somos nosotros y nos hacemos incapaces, más y más incapaces de amar; más y más tendiendo a juzgar a los demás, a condenarlos, a reprocharles aquello en lo que no corresponden a nuestros intereses. Y ese circulo vicioso se convierte muchas veces en un circulo infernal donde nos perdemos.
El bien al que hace referencia el Evangelio tiene como referencia no uno mismo, sino el bien de los demás, buscar aquello que es bueno. Y no porque responde a los intereses de los demás. A veces no responde a sus intereses, sino responde a su vocación, aquello para lo que han sido creados; buscar aquello que ayuda a los demás a vivir bien, a vivir en el camino de su vocación. Eso es la forma cotidiana, normal, más bella y más sencilla del amor. Entonces, la referencia para el bien es el bien de los demás. Y el bien de los demás está por encima de toda regla menos esas dos reglas que no tienen excepción: amar a Dios con todas las fuerzas y amar a los demás con todas las fuerzas, las que tengamos.
Y otra cosa que pasa cuando nosotros mismos nos centramos en nosotros mismos y en nuestros intereses es que el bien se separa de la verdad y la belleza. Y un bien separado de la verdad y de la belleza termina siendo un bien que no satisface al corazón. El bien es siempre bello. No siempre bonito. Veréis, curar a un leproso puede no ser bonito, pero es siempre bello. Hay una grandeza en el bien siempre. Hay una belleza que uno se ve obligado a reconocer, y el bien es siempre verdadero. Y haber separado el bien de la belleza es uno de los rasgos de la cultura moderna. Y eso hace que a veces la verdad sea muy seca, y no tenga belleza ninguna. Eso hace que la belleza sea a veces porquería y basura, muchas veces, porque no tiene verdad ni bien ninguno, y se reduce a una cierta belleza de formas que es muy vacía y el bien deja de ser el amor, se convierte en eso, en una palabra más sonora, para hablar de nuestros intereses que muchas veces son muy mezquinos.
Que el Señor nos descubra que nuestra vida es el bien y que el bien supremo es el amor. Y que ese amor es siempre verdadero. Cuando es verdadero, el bien auténtico, siempre está vinculado a la verdad de lo que somos, de la Creación, de los demás, y es siempre bello, y llena la vida de belleza. Y que no haya ningún sábado, ninguna legislación humana, ningún cálculo ni ninguna representación humana que se ponga por encima de ese deseo del bien para nosotros, para todo el mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de enero de 2021
Iglesia parroquial Sagrario Catedral