Homilía en la Misa del jueves de la IV semana de Adviento, el 24 de diciembre de 2020.
A las puertas de la celebración de esta noche santa, de esta noche que, con esa intuición que tiene casi siempre el pueblo cristiano para poner nombres a las cosas, la llama la “Nochebuena”, uno piensa en todas las noticias más o menos catastróficas que escuchamos. Piensas en la mujer del pobre camionero que hace tres días que tendría que haber llegado a su casa y que sabe que tiene que celebrar la Navidad sola con sus hijos; piensas en los que están enfermos en los hospitales o en los que van a vivir esta noche sin alguien muy querido: un hermano, una hermana, una madre, un hijo, un esposo, una esposa… Y piensas en los que duermen en la calle.
Pienso en un matrimonio que vino a verme hace no mucho que tenían un pequeño negocio en un pueblecito y lo tuvieron que cerrar, y llevan semanas viviendo en un parque. Luego habían encontrado ayuda. Eran extranjeros, de fuera. Y yo pensaba que claro que buscaban si les podríamos conseguir un trabajo. Ropa y comida lo tenían resuelto con los comedores que hay y las hermanas de una congregación religiosa. Y dices, Dios mío, cuántas personas no tienen a nadie realmente. Y luego piensas en nuestros pecados y en nuestras faltas de fe y nuestras mezquindades y dices “Señor, cuánta necesidad tenemos precisamente de que vengas”. Cuánta necesidad tenemos de que caigamos en la cuenta de lo que significa la Navidad.
Y me da cierta tristeza. Veo también cómo los anuncios se multiplican. La publicidad busca caminos y formas de extenderse y de llegar a todos los rincones y a todas partes, y de llenar nuestros oídos y saturar nuestros oídos con anuncios, a lo mejor, de un vino o algo que no es verdaderamente esencial para vivir bien y para vivir contentos. Y luego está muchas veces también nuestro lenguaje y en nuestro lenguaje parece que lo que echamos de menos es justamente que estas fiestas de familia no las podemos vivir en familia. Es cierto. Todo eso es verdad. Y todo eso es doloroso. Pero nada de esas cosas puede fundar una esperanza que sea capaz de sostenernos. Nada de eso.
De lo que tenemos necesidad es de Ti, Señor. De lo que tenemos necesidad es de Dios y no de un Dios como a veces nos lo imaginamos siempre, que permanece lejos de nuestras inquietudes y de nuestras cosas. Tenemos necesidad de eso: de que Tú Te unas a nosotros, de que caigamos en la cuenta de que vienes a nosotros, de que estás en nosotros y de que, cuando no estás, es verdad que la vida, y cuando no está tu amor y falta la conciencia de tu amor, la vida, al final, por unas cosas o por otras, siempre termina siendo una fuente de quejas. Y yo sé que nuestras obras no merecen que Tú vengas. ¡Claro que no merecen que Tú vengas! Las mías ciertamente no lo merecen. Y, sin embargo, ¡Tú vienes! Vienes y vienes porque nos quieres. Y porque eres consciente de que Te necesitamos. Tú no necesitas de nosotros, pero nosotros necesitamos de Ti.
Mis queridos hermanos, levantad la cabeza, mirad al Señor. No hay esperanza sin Dios. La esperanza es teologal porque tiene por objeto a Dios. No el que las cosas nos salgan bien o hayan ido bien en nuestra historia, o tengamos suerte o salgan las cosas como queremos que salgan. Nuestra esperanza es Dios y Dios no defrauda. Dios no abandona.Dios es fiel. Dios nos ama, no se echa para atrás de nosotros y eso, ¡eso!, es lo que hace brotar del fondo íntimo de nuestro corazón una alegría que no es falsa, que no se gasta, que no se viene abajo, que no se deteriora.
Vamos a pedirLe al Señor, con toda nuestra alma, que venga. Que venga a cada uno de nosotros; que venga a las personas que queremos; que venga a nuestro mundo; que venga a nuestro corazón, pero que venga a nuestro mundo también.
¡Que brille Su luz para todos! Esa es Su Voluntad. Y el obstáculo somos nosotros siempre. Pero Él viene. Él viene de todas maneras y no va a negar Su amor a nadie.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de diciembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral