Homilía en la Misa del miércoles de la II semana de Adviento, el 9 de diciembre de 2020.
Que actualidad tan grande tiene la invitación del Señor en el Evangelio de esta mañana: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré”. Basta abrir los ojos para darse cuenta de que nuestra sociedad vive un momento de un cansancio extremo, cansancio menos físico que moral, menos físico que espiritual. Y, por lo tanto, sería un momento para gritar a todos “acudid, acudid al Señor. Venid en busca del amor, la misericordia, la ternura de Dios que es su alivio”. Pero no un alivio como quien entre las objeciones que en el siglo XIX y a comienzos del XX se ponían mucho contra el hecho religioso; era como que el hecho religioso era el “opio del pueblo”, decía Marx. O sea, una especie de droga. No, el alivio que nos da el Señor es todo lo contrario de una droga, porque es lo que nos da energía y fuerza para vivir, para amar, para amar la realidad, para amar el mundo; para amarnos incluso a nosotros mismos, para amar la vida. Para amarnos, para mirar al mundo, y a las personas, y a nosotros mismos como Dios las mira. Pero no para huir del sufrimiento o del dolor, que es lo que hacen las drogas y el opio.
Quedémonos con la invitación del Señor: “Venid a Mí”. Buscamos el descanso con frecuencia en las compras, en comprar cosas. Nos alienamos a nosotros mismos consumiendo, en el consumo. O buscamos la felicidad en la posesión, o en la distracción. Ya hace muchos años, hará treinta años, los americanos llamaban a la sociedad en la que vivimos la “sociedad del entretenimiento”, como la sociedad de la distracción permanente, cuando no son series de la televisión, son películas, o son las “historietas” que más y más nos cuentan los anuncios. Pero siempre distraídos, como si la felicidad estuviera en alguna cosa fuera de nosotros y no en Dios, que nos hace partícipes de Su ternura y nos acoge, dentro de nosotros.
Ayuda a esa llamada de “venid a Mí los que estáis cansados y agobiados”, el tomar conciencia de que Dios es, al principio de la Primera Lectura decía: “Dios reúne, alzad los ojos a lo alto y mirad quién creo todo esto. Él despliega su ejército”. ¿Cuál es el ejército al que se refiere el profeta? “El Señor de los ejércitos” es el Señor de los astros. Son millones y millones de estrellas y a cada una la llama por su nombre. Ninguno falta a Su llamada.
Señor, haznos acudir a Ti. Haznos buscar en Ti la paz y la plenitud de vida para la que estamos hechos y que, sin embargo, tanta fatiga y tanto dolor (porque todos los días oímos de alguna persona cercana que ya la ha llamado el Señor o que no ha podido la familia despedirse de ella) nos damos cuenta de que ese dolor va desgastando los corazones.
Sólo quiero terminar haciendo referencia a que Jesús habla de un yugo. Y un yugo es siempre algo que se lleva entre dos. Pero no somos nosotros los que llevamos el yugo del Señor, ni siquiera en su Pasión somos nosotros los que aliviamos Su dolor. Es Él quien ha cargado con nuestro yugo. Como dice Pegúy, antes de la invitación a imitar a Jesucristo, “Jesucristo ha hecho una imitación tan perfecta de nuestra humanidad, de nuestra vida, de nuestra pobre condición humana que es esa imitación que Él ha hecho, que Dios ha hecho de nuestra pobreza la que ha echado sobre Su Hijo, sobre las espaldas de Su Hijo todas nuestras inquietudes, nuestras preocupaciones, nuestras ansiedades, nuestros agobios, nuestros desasosiegos, nuestros desconsuelos, nuestra soledad”. Y eres Tú quien lleva nuestro yugo y, por eso, alivias la carga de la vida y nos haces posible vivir agradecidos por Tu compañía, por Tu Presencia, por el don de Tu amor.
Que el Señor nos mantenga en esta conciencia y que podamos recordar lo que decía el Salmo: “Bendice alma mía al Señor. No olvides sus beneficios. Él rescata tu vida de la fosa. Él te colma de gracia y de ternura”.
Gracias Señor y no abandones a Tu pueblo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de diciembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral