El sacerdote malagueño Francisco Castro ofrece sus reflexiones sobre la esperanza vinculada al misterio de la Encarnación de la mano del magisterio de la Iglesia. «En este año jubilar que ahora terminamos –señala– nos hemos reconocido “peregrinos de esperanza”. Lo somos en la medida en que Jesucristo, el Verbo encarnado, se hizo para nosotros camino. Este es el camino que juntos recorremos hacia la plenitud de nuestra vocación humana, que es para todos, gracias a Él, vocación divina».
LA ESPERANZA DE LA HUMANIDAD
Cristo asume y redime las esperanzas y las preocupaciones de la humanidad. Así la Iglesia halla, en el misterio de la encarnación, su motivación más profunda para la solidaridad con todos nuestros hermanos, especialmente quienes muestran su esperanza como un grito de angustia. La misión de la Iglesia incluye contribuir a una sociedad verdaderamente humana, en la gran esperanza del Reino futuro.
«El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón. Pues la comunidad que ellos forman está compuesta por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos. Por ello, se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia». (Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, n. 1)
MARÍA, PRENDA DE NUESTRA ESPERANZA
El pueblo fiel ha comprendido bien el papel singular que la Virgen María, Madre de Dios, tiene en la historia de la salvación. Confiados, ponemos nuestros ojos en aquella en quien ya se han cumplido todas las promesas.
«Ella [María], la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, como prenda y garantía de que en una simple criatura —es decir, en Ella— se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte». (Pablo VI, Exhortación apostólica Marialis cultus, n. 57)
LA ENCARNACIÓN: CAMINO DE ESPERANZA
San Juan Pablo II ahonda en la comprensión de la Iglesia a la luz del misterio de la unión de Cristo con cada ser humano. La misión de la Iglesia consiste en recorrer con la humanidad el camino hacia su plenitud trazado por el Hijo encarnado, en quien Dios ha sellado su promesa de vida eterna.
«Si Cristo “se ha unido en cierto modo a todo hombre” (GS 22), la Iglesia, penetrando en lo íntimo de este misterio, en su lenguaje rico y universal, vive también más profundamente la propia naturaleza y misión. […] La Iglesia no tiene otra vida fuera de aquella que le da su Esposo y Señor. En efecto, precisamente porque Cristo en su misterio de Redención se ha unido a ella, la Iglesia debe estar fuertemente unida con todo hombre. Esta unión de Cristo con el hombre es en sí misma un misterio, del que nace el “hombre nuevo”, llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad. […] Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido “al llegar la plenitud de los tiempos” de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre». (Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 18)
EL CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA EN JESÚS
En medio de fuerzas opuestas, el proyecto de Dios va adelante, según su promesa, que empieza a cumplirse en Jesús: un reino eterno de amor.
«El ángel anuncia que Dios no ha olvidado su promesa; se cumplirá ahora en el niño que María concebirá por obra del Espíritu Santo. “Su reino no tendrá fin”, dice Gabriel a María. En el siglo IV, esta frase fue incorporada al Credo niceno constantinopolitano, en el momento en que el reino de Jesús de Nazaret abrazaba ya a todo el mundo de la cuenca mediterránea. Nosotros, los cristianos, sabemos y confesamos con gratitud: Sí, Dios ha cumplido su promesa. El reino del Hijo de David, Jesús, se extiende “de mar a mar”, de continente a continente, de un siglo a otro. Naturalmente, sigue siendo verdadera también la palabra que Jesús dijo a Pilato: “Mi reino no es de aquí” (Jn 18,36). […] Este reino diferente no está construido sobre un poder mundano, sino que se funda únicamente en la fe y el amor. Es la gran fuerza de la esperanza en medio de un mundo que tan a menudo parece estar abandonado de Dios. El reino del Hijo de David, Jesús, no tiene fin, porque en él reina Dios mismo, porque en él entra el reino de Dios en este mundo. La promesa que Gabriel transmitió a la Virgen María es verdadera. Se cumple siempre de nuevo». (Joseph Ratzinger–Benedicto XVI La infancia de Jesús, Planeta, Barcelona 2012, 38-39)
LA REVOLUCIÓN DE LA TERNURA
Contemplar y celebrar el nacimiento del Hijo de Dios nos involucra en una revolución de ternura, hecha de encuentros, de cuidado amoroso y concreto a los hermanos. En ellos reconocemos la carne misma de Cristo, que nos pide hacer activa nuestra esperanza.
«El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura». (Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 88)
JESUCRISTO, NUESTRA ESPERANZA
Todos los creyentes en Cristo lo reconocemos como Hijo de Dios encarnado. La confesión de esta fe sostiene la esperanza de los creyentes en medio de las más diversas y graves dificultades.
«En Jesucristo, el Verbo que era Dios antes de los tiempos y por medio del cual todo fue hecho —recita el prólogo del Evangelio de san Juan—, “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). En Él, Dios se ha hecho nuestro prójimo, de modo que todo lo que hagamos a cada uno de nuestros hermanos, a Él se lo hacemos (cf. Mt 25,40). En este Año Santo dedicado a Cristo, quien es nuestra esperanza, es una coincidencia providencial que se celebre también el 1700 aniversario del primer Concilio Ecuménico de Nicea, que en el 325 proclamó la profesión de fe en Jesucristo, Hijo de Dios. Este es el corazón de la fe cristiana. Aún hoy, en la celebración eucarística dominical pronunciamos el Símbolo Niceno-constantinopolitano, profesión de fe que une a todos los cristianos. Ella nos da esperanza en los tiempos difíciles que vivimos, en medio de muchas preocupaciones y temores, amenazas de guerra y violencia, desastres naturales, graves injusticias y desequilibrios, hambre y miseria sufrida por millones de hermanos y hermanas nuestros». (León XIV, Carta apostólica In unitate fidei, n. 2)