Querido don Eduardo y don Ildefonso,
Queridos hermanos y hermanas en el Señor
Estamos ya en este domingo, el XVII del tiempo ordinario. Y como nos ha anticipado la introducción en la celebración de esta Eucaristía, nos decía que la Palabra de Dios nos iba a hablar de oración, y efectivamente, la oración es indispensable en la vida del cristiano, en la vida del creyente.
La oración es esa dignidad por la que podemos dirigirnos a Dios, nuestro Padre. Hemos escuchado la primera lectura con esa oración de intercesión de Abraham, el padre de los creyentes, a Dios, que se propone destruir Sodoma y Gomorra por su pecado. Intercede y regatea con Dios. Intercede en favor de ese pueblo, de esas ciudades. Incluso hace ese regateo, tan propio de fenicios, como un comerciante, con el Señor.
Si hay 50 justos y hay 45, va rebajando hasta que ya se da cuenta de que no hay ni siquiera esos mínimos justos. Dios cambia de parecer con nuestra oración. Así nos lo muestra la Sagrada Escritura. Podemos tener esa capacidad interceder, de rezar por los demás. No sé si lo hacemos o solo en los momentos de urgencia, pero ciertamente, la oración no puede estar ausente de la vida de un cristiano, pero no como algo esporádico o para caso de emergencia.
No es como una manguera de bombero en el edificio de nuestra vida, que solo usamos para apagar un fuego, o por el contrario, cuando nos llega el agua al cuello. Entonces nos acordamos de Dios, ante una noticia de enfermedad, ante una contrariedad, ante algo inesperado, ante una catástrofe. Es lógico. Somos hijos necesitados y en esos momentos vimos la debilidad de nuestra condición, de que no las tenemos todas consigo.
Esa es una de las lecciones principales que nos ha dejado la pandemia. En todo el mundo, el poder.
Con toda la unión de la humanidad por un propósito, somos débiles, necesitados de Dios y de los demás. Hemos olvidado esa ley, pero es una realidad y lo vemos también en nuestra vida personal. Hay tantos acontecimientos que no controlamos, hay tantas adversidades que nos salen al paso de mil formas, porque la vida del hombre sobre la tierra, como decía Job, es milicia, es lucha.
Es más, el momento final de nuestra vida se llama “agonos”, agonía, que viene del griego “agonos”, que es lucha. Toda nuestra vida es una disposición de contrariedades, de dificultades, y el ser humano, ya lo vemos desde el propio nacimiento, somos la criatura más inerme que necesitamos la ayuda de los demás para sobrevivir. Necesitamos de Dios. Y es lógico que haya esa oración de petición de intercesión ante las dificultades.
La intercesión tiene además otra dimensión, una dimensión de fraternidad, de orar por los demás, de vencer el egoísmo, de no pensar solo en nosotros mismos, de pedir por nosotros. Y la Iglesia, la vida contemplativa, pide por nosotros, pero no tiene la exclusiva. Que nuestra oración de cada día sea esa de petición. Jesús nos ha dado el modelo de la oración.
El Padrenuestro, que no es una fórmula mágica. No se consigue de Dios las cosas rezando siete Padrenuestros… Nueve. Dios no actúa así. No es un abracadabra, la oración con Dios. Es poner el corazón en las palabras que decimos. Y la oración tiene ese sentido de olvido de sí, de abandonarse en las manos de Dios. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Tiene ese sentido de glorificación: Santificado sea tu nombre. Tiene sentido de reconocimiento de la primacía de Dios y de lo, como decía Santa Teresa, lo muy nada que somos, lo muy mucho que es Dios. O que decía San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, en el principio y fundamento reconocer nuestra pequeñez, nuestra condición de criatura y la infinitud de Dios.
Pero, queridos hermanos, en esa distancia infinita tenemos también una dignidad. Somos hijos e hijas de Dios. Y aún no se ha manifestado lo que seremos, dice San Juan, sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Y como nos dice también la Sagrada Escritura, san Pablo: el Espíritu Santo ora en nosotros con gemidos inefables, y decimos Abba, Padre, que es la oración de Jesús. Esa consideración de Dios como nuestro Padre, ese dirigirnos a Dios como Padre, como papá, papaíto, es Abba. Y esa es nuestra condición.
Pero eso lleva consigo una relación de filiación mantenida con la oración constante, que sí, ciertamente es de petición, que sí, ciertamente es de intercesión ante nuestra debilidad y las de los demás. Pero es también de alabanza, de dar gloria a Dios, de glorificar su nombre, de darle gracias por tantos y tantos beneficios. Para que el Señor no nos eche de menos, como aquellos nueve leprosos que solo uno vuelve cuando se nota curado.
Y Jesús dice ¿y los otros nueve donde están? Tan solo este extranjero ha vuelto para dar gracias a Dios. ¿Damos gracias a Dios realmente? Cada celebración de la Eucaristía, que significa eso. Cada domingo es un momento de acción de gracias por el don de la vida, por tantos y tantos favores conocidos y desconocidos que el Señor nos ha dado.
O por el contrario, los consideramos debido. Todo se nos ha dado como don, desde el don de la vida que estrenamos cada día. La familia, los hijos, los amigos, el trabajo, las relaciones sociales, los inventos, el progreso. Tantas y tantas cosas que son esos dones que Dios ha puesto a nuestra disposición, nuestro propio estilo de vida con bienes, mientras otros carecen de ellos.
Luego, queridos amigos, demos gracias, seamos agradecidos con Dios. Y la oración de alabanza, de acción de gracias, de petición, de intercesión. Sea también una oración de petición de perdón. Perdona nuestras ofensas. ¿Pedimos perdón realmente a Dios? ¿Pedimos perdón con verdadero arrepentimiento, acercándonos ciertamente al sacramento de la penitencia? Pero también cada día esa oración repetida a la hora de despedirnos del día. Que le damos… Primero, qué ha pasado en nuestra vida, qué no ha correspondido a lo que se esperaba de nosotros y pedimos perdón. Pero también damos gracias por las cosas buenas que el Señor nos ha permitido hacer o nos ha concedido. Y hacemos el propósito para el día siguiente. Concreto. Voy a mejorar en esto. Y no nos acostamos sin más, sino nos ponemos en manos de Dios al terminar el día.
O al empezar la jornada por la mañana, le ofrecemos el trabajo, le ofrecemos lo que vamos a hacer, le ofrecemos el día. Pues todo eso es esa oración continua de la que nos habla el Señor y que en la Iglesia y en esa manifestación, en la liturgia de las Horas, que gracias a Dios se ha extendido, también a los seglares. Los laudes, las Vísperas… Luego, queridos amigos, hay que rezar. Esa oración en familia, esa oración al bendecir la mesa. No nos sentemos a comer como paganos. ¿Bendecimos la mesa o son solo películas del oeste?, ¿o nos da vergüenza?
Nos ha empezado a dar vergüenza manifestar… Y vemos de otras religiones. Vemos los musulmanes.
¿Y nosotros? Esa oración en familia, rezar juntos. Es enseñar a los hijos sin cansarles, desde pequeños. Esas oraciones transmitidas a los más pequeños por los mayores, por los padres. Esta es la oración cristiana, este es el estilo cristiano de vivir en una oración continua que no se queda para momentos de emergencia o para rezar una estampita: virgen santa, virgen pura que apruebe esta asignatura. O para echar manos de San Judas poniendo un anuncio en el periódico.
La oración cristiana es otra cosa. La oración cristiana es hablar con Dios. Y si queremos esa oración de la gran maestra de la oración cristiana, que es la Santa de Ávila, Santa Teresa de Jesús, es tratar muchas veces de amor con quien sabemos nos ama.
O acercarnos a San Juan de la Cruz, que escribe en Granada los grandes hitos de la teología mística de la Iglesia. Luego, queridos hermanos no podemos ser gente que vive al margen de esa maravilla que es hablar con Dios. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide un pez le va a dar una serpiente, si le pide un huevo, le dar…?
¿Pues cuánto más vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos? ¿Cuánto más vuestro Padre del cielo no dará el Espíritu Santo a quien se lo pide?, hemos escuchado. ¿Por qué? Porque hemos sido redimidos. Somos hijos de Dios, como nos ha recordado. En esa redención operada por Cristo, de la que nos ha dado cuenta San Pablo en la segunda lectura a los Colosenses.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ese es el regalo de Dios. Y el Espíritu Santo ora en nosotros, ora con nosotros, ora por nosotros. Luego, queridos, vamos a vivir esta… Y vamos a acudir a la Virgen. Decimos Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Tenemos como intercesora la Iglesia la llama omnipotencia suplicante. Ella le pide a Jesús por nosotros. Como dice la oración cristiana: Háblale bien a Dios de nosotros. Y nos ayude a hablar con Dios. Porque de eso se trata, hablar con Él de amor con quien sabemos nos ama. A pedirle por tantas cosas que necesitamos, nosotros desvalidos.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
27 de julio de 2025
S.A.I Catedral de Granada