Homilía de Mons. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en la Misa Crismal celebrada el Miercoles Santo, el 16 de abril de 2025, con el arzobispo emérito y el clero diocesano, que ha renovado sus promesas sacerdotales.
querido D. Javier, arzobispo emérito de Granada;
queridos hermanos sacerdotes del presbiterio de Granada;
queridos miembros de la vida consagrada;
queridos seminaristas, hermanos y hermanas de la vida consagrada;
queridos hermanos todos:
que os habéis dado cita en esta celebración tan peculiar y tan bella de la Misa Crismal, en que bendeciremos, como os decía al comienzo, los óleos: el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el más excelso de los óleos, el crisma, aceite perfumado que nos consagra a Cristo, el alfa y omega, el que es, el que era y el que viene, el Señor de la historia, aquél que ha vencido, y todos nosotros miramos también al que traspasaron, y todos nosotros hacemos realidad el vaticinio de San Pablo en la Carta a los Filipenses –“Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, y toda lengua proclame ‘Jesucristo Señor, para la Gloria de Dios Padre’”.
Es la centralidad de Cristo, queridos hermanos. Y precisamente, esta misa, esta celebración, en que también los sacerdotes renovamos nuestras promesas, porque hemos sido ungidos
-ungidos todo el pueblo de Dios-. Somos una nación santa, como proclama el apóstol Pedro, en su catequesis bautismal; somos una nación consagrada, somos un pueblo de sacerdotes, una nación regia. Él nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. Todos hemos sido cristificados -acristianados, decía en el lenguaje viejo castellano-, hemos sido hechos otros cristos, el mismo Cristo.
Y esta es nuestra dignidad. Esta es nuestra realeza. Este es el sacerdocio común de Cristo, para ofrecer sacrificios espirituales con nuestra vida. Nuestra vida está cristificada, está imbuida de la gracia, está penetrada, como el aceite penetra hasta lo más profundo, el Espíritu Santo, que es el que nos conforma a Cristo. Y entre los hombres de ese pueblo, Dios nos ha elegido a algunos, no por méritos propios, sino por su bondad infinita, para que, participando de Cristo, cabeza y pastor de Su pueblo, le representemos sacramentalmente, le impersonemos, como dice la Carta a los hebreos, “tomado de entre los hombres para servir a los hombres las cosas que a Dios se refiere”. Para hacer de nosotros esa “presencia por la caridad pastoral”, que diría san Agustín: que el amor es oficio, para hacer presente a Cristo en medio de los demás.
Nosotros, queridos hermanos, fieles del pueblo de Dios, somos los primeros que tenemos que decir que no somos dignos, porque nosotros estamos llenos de miserias, palpables, por las que pedimos perdón y por las que pedimos ayuda. Pero, queridos hermanos, nosotros no podemos renunciar a esa dignidad que es prestada, que no es nuestra; que no es de poder, sino que es de servicio: “Yo estoy en la mesa como el que sirve”, nos dice nuestro Maestro. Precisamente, el día que instituye el sacerdocio ministerial. “Habéis visto lo que he hecho Yo con vosotros, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”.
Y esta impronta de servicio, de ministerialidad, es la que tiene que conformar nuestra vida. Pero no lo olvidemos, como nos ha recordado el profeta, el texto de la profecía de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre nosotros”, porque está sobre Jesús, de cuyo sacerdocio participamos. Como él deja claro en la sinagoga de Nazaret, que hemos escuchado en la proclamación del Evangelio: “Estas palabras se cumplen hoy entre nosotros”. Y se cumple también en cada uno de nosotros, a pesar de los pesares.
Nosotros, queridos hermanos, somos también, desde ese cristocentrismo, desde esa centralidad de Cristo, que es el protagonista, nosotros no somos nada sin Él, lo somos todo en Él.: “Mi vivir es Cristo dirá”. Y ese traspaso de lo que somos, de nuestra ontología personal; ese traspaso a lo existencial es nuestra vida.
Queridos amigos, sacerdotes, quiero daros públicamente, una vez más, las gracias por vuestro ministerio, por vuestra ayuda, por vuestra fidelidad, por ser como sois cada uno. Os voy conociendo más en la medida en que llevo más tiempo. Me siento ayudado y querido, y os quiero con todo el corazón. Como quiero y le pido al Señor por quienes echo de menos. Como pido y me duele en el corazón cuando nos falta un sacerdote, cuando muere un sacerdote. Y le pido especialmente que Él nos ayude a vivir la fidelidad que Él ha vivido, y nos ayude a que haya un relevo vocacional en nuestro seminario, en nuestro presbiterio, con nuestros sacerdotes. Hoy pedimos especialmente por don Francisco Peinado, como también recordamos a los que han muerto este año, en nuestro presbiterio.
Queridos hermanos sacerdotes, queridos fieles, hemos sido llamados, queridos hermanos, por una vocación. Una vocación a la vida cristiana. Una vocación a ser santos e irreprochables ante Él por el amor, como nos dice San Pablo en el himno introductorio de la Carta a los Efesios. En Él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor. Pero el Señor también nos ha elegido con una vocación específica. Y, en este día, aunque sea con un flash, con un pensamiento fugaz, tomemos en consideración de quiénes se sirvió el Señor, para llamarnos al sacerdocio: de nuestros padres, de los sacerdotes, de nuestros pueblos, de quienes se sirvió el Señor.
Gracias Señor por haberme llamado. Y queremos mantener ese espíritu, que el Señor reclama para Sí, para el ejercicio supremo de su sacerdocio y que nos relata la Carta a los hebreos cuando nos habla del sacerdote cristiano. Aquí estoy para hacer tu Voluntad. La ablación de nosotros mismos que progresivamente la hemos ido haciendo y que actualizamos cada día y que tuvo un momento culminante el día de nuestra ordenación sacerdotal.
Hemos sido llamados, pero hemos sido consagrados en ese día. Se ungió nuestras manos con el crisma. Ya habíamos sido ungidos en el Sacramento del Espíritu Santo, en la Confirmación, para ser testigos de Cristo. Y habíamos sido ungidos en el momento del bautismo con el crisma, para entrar a formarte de su pueblo y ser para siempre, como dice el ritual, “miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey”. Pero, cuando se nos ungió las manos, es para servir. Las manos es la extensión de nosotros mismos, para darnos, para crucificarnos con Cristo, para perdonar, en esa renovación que haremos dentro de un momento; en esa consagración por la cual ya estamos desposeídos, estamos alienados en el sentido más literal de la palabra, vaciados de nosotros mismos. Esa exigencia que pone Jesús a sus discípulos antes que tomar la cruz, niéguese a sí mismo, ya no nos poseemos, ya no podemos conjugar en primera persona, queridos hermanos. Estamos expropiados como sacerdotes, no nos poseemos. Luego, mis cosas, mis preferencias, mis objetivos, “todo lo considero basura -dice Pablo- con tal de ganar a Cristo”. Nosotros también hemos hecho esa opción, queridos hermanos, para que penetre en nosotros esa consagración. Somos de Dios. Y eso nos tiene que llevar a poner una primacía de Dios en nuestra vida. “Hombre, este es un hombre de Dios”. Pues, que realmente lo sea por un sentido de adoración de nuestra vida, de sacrificio, de entrega, de sacralidad, que no hace que los demás nos tengan que venerar o encumbrarnos, sino en el sacerdocio cristiano somos los servidores de los otros.
La consagración cristiana es una consagración de servicio, porque somos elegidos para las cosas aptas, para ofrecer el sacrificio en nombre del pueblo a Dios, para perdonar en el nombre del Señor, para santificar en el nombre del Señor, para ungir con el óleo a los enfermos, y aliviarlos y darles el consuelo del Espíritu en el Nombre del Señor; para hacer presente, como testigo cualificado, el amor humano entre un hombre y una mujer, como hizo Cristo con su presencia en las bodas de Cana y expresar así el misterio de amor de Cristo a su Iglesia.
Queridos hermanos, hoy es un día de fraternidad también, de pedir por los otros, de recordar a quienes nos han dejado y pido especialmente por los sacerdotes que nos han dejado y con los que he hablado este año, para entregarles la dispensa del Papa.
Todos, queridos hermanos, hemos sido elegidos, hemos sido consagrados y hemos sido enviados a una misión. La oración colecta de este día de la Misa Crismal, hemos pedido al Señor que quienes hemos sido consagrados por Cristo, seamos testigos de la Redención de Cristo. “Id y enseñad, id y bautizad, id”. El mandato imperativo y misional de Cristo se extiende para nosotros de una manera especial como anunciadores del Reino de Dios.
Luego, queridos amigos, ay de nosotros si no evangelizáramos como dice san Pablo. Y esta realidad es la que lleváis a cabo, aunque a veces viene el cansancio, aunque en esta sociedad descreída y pagana, nos formamos insignificantes. Pero no olvidéis, la lógica de Dios es distinta. La lógica de Dios es la de la cruz, como reclama Pablo en el inicio de la Primera de Corintios. La lógica de Dios es la de la cruz, que es esa segunda parte: “Niéguese a sí mismo, tome su cruz”. La lógica del crucificado, del que traspasaron, del que no reconocieron como el hijo del hombre del profeta Daniel. Pero nosotros sí, como en el Apocalipsis, lo proclamamos. La lógica del despojado, la lógica del sentenciado. Y esa es nuestra lógica.
En este mundo nuestro, frío, indiferente, incluso a veces en los propios ambientes en los que nos movemos, donde llega esa fría paz del secularismo, no estamos solos. El Señor va con nosotros. El Señor está a nuestro lado: “No temas, yo estoy contigo. Aunque camine por calladas oscuras, Tú vas conmigo. Tu vara y tu callado me sosiegan”. Luego, no os desaniméis. Y buscar en el hermano. El Señor quiso enviarlos de dos en dos. Esa fraternidad que es esencial al ejercicio del ministerio, porque lo somos con la iglesia. Esas cercanías de las que habla el Papa y que las sabéis. A Dios, al obispo, a los hermanos sacerdotes, al santo pueblo de Dios. Y esa misión en nuestro mundo hace que tengamos opciones y preferencias. Los pobres, los niños, los enfermos, los necesitados.
Queridos hermanos, estamos llamados, estamos consagrados, estamos enviados. “Perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús”, nos dicen los Hechos de los apóstoles. Con ella también nosotros vivimos la misión de unos consagrados, que un día fuimos llamados.
Que el Señor nos dé el don de la perseverancia, el don de la caridad, el don de una fe sin fisuras, el don de anunciar a Jesucristo, de ser testigos de su redención, como lo hemos pedido hoy. Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
16 de abril de 2025
S.A.I Catedral de Granada